domingo, 19 de octubre de 2008

La Feria del Libro de Montevideo

Que el uruguayo es un pueblo culto, es cosa sabida. Claro que para estar de acuerdo, hay que tener un criterio más que amplio, porque de lo contrario, no se entiende qué tiene de culto un pueblo que vive pendiente de los avatares y vicisitudes del filósofo argentino Marcelo Tinelli y el simposio de intelectuales que protagonizan "Teorizando por un sueño", o que desde hace años ameniza sus tardes con los profundos aportes de los participantes de "Sesudos pensamientos" acerca de si la pareja grita o no grita cuando llega al orgasmo, aderezadas por los elaborados comentarios de ese dechado de creatividad que es el pseudo-Licenciado Orlando Petinatti, o que le entrega la llave de Punta del Este a un paladín de la verdad y de la ética periodística como lo es Jorge Rial.
La cuestión es que cada primavera, además del polen y las espículas de los plátanos, junto con la alergia y la conjuntivitis, llega la Feria del Libro, y vaya a saber por qué, tiene un éxito arrollador, que una no logra dilucidar si es que somos tan esquizofrénicos -o tan amplísimamente cultos- que tanto nos gusta ver las siliconas de la Farro deslizándose por el caño como ir a una conferencia sobre la obra de Orhan Pamuk y la nueva literatura turca, o es que se trata de dos tipos de público muy distintos, lo que da que pensar que los del Instituto Nacional de Estadísticas nos mienten y somos muchos más que tres millones, porque de otro modo, no se entiende de dónde sale tanta gente que se apretuja entre las estanterías.
Eso sí, cuando unos iluminados decidieron mudar la Feria del Libro al predio del LATU que queda dos cuadras mas allá de donde el diablo perdió el poncho, no sé cuanta gente iría, porque reconozco que no soy tan intelectual ni tan leída como para disponer de una hora y media de mi tiempo en el cruce de Montevideo (por sólo contar el viaje de ida) para ir a fisgonear libros. La cosa es que desde que la Feria volvió al atrio de la Intendencia Municipal, voy sin falta, y lo mismo ocurre con otros ávidos lectores. Reconozco que es la única forma de que yo entre a la Intendencia, porque no tengo casa ni auto no sólo por carencia de recursos económicos, sino por no tener que sufrir haciendo los interminables trámites de la contribución inmobiliaria y de la patente de rodados en el antedicho edificio.
El año pasado tuve la opaca idea de ir un sábado por la noche, junto con 100.000 personas más, lo que convirtió un paseo cultural en una especie de sauna gigantesco que incluía libros en vez de ramas de abedul. Este año me avivé –es una de las pocas cualidades que tengo, a veces aprendo de mis errores- y fui un viernes de tarde temprano, y si bien es cierto que había bastante gente, pude quedarme un rato a toquetear libros y a molestar empleados preguntando precios, sin que nadie me molestara a mí. Salí con algunas provisiones para las vacaciones que se aproximan (al menos, eso espero, que se aproximen de una buena vez, que ya estoy podrida de laburar), pues cual la hormiguita de la fábula, durante el año voy llenando mis anaqueles de libros para cuando venga el verano, cosa de tener con qué aliviarme del calor bajo la parra en la hamaca paraguaya, porque lo bueno que tienen los libros “reales” es que si no te gustan, al menos te podés abanicar con ellos, cosa que no podés hacer con los libros virtuales, porque no debe de haber cosa más difícil que abanicarse con una computadora.
Y por aquí nomás voy dejando esta crónica culturosa, no vaya a ser que mi cohorte de admiradores se crea en serio que me estoy poniendo intelectual y culta, que escribí esto nomás para actualizar el blog y que no me rezongue el que te jedi, que no es otro que el Santi. Espero volver en breve con alguno de esos textos humorísticos -y al reverendo pedo- que me caracterizan.

viernes, 10 de octubre de 2008

Pequeño diccionario ilustrado uruguayo – español. Segunda parte.

Dicen que las segundas partes nunca fueron buenas, así que no te ilusiones.

bola de fraile. f. Lejos de aludir a la gónada de un hombre vinculado a la iglesia, se trata de un alimento hecho en base a harina y levadura que se amasa hasta darle forma esférica; se fríe en aceite y se sirve espolvoreado con azúcar. Los menos avezados en cuestiones culinarias suelen confundir a las bolas de fraile con los suspiros de monja.
botija. m. y f. Individuo de la especie humana menor de edad, aunque como la adolescencia en Uruguay se extiende como hasta los 42 años, hay botijas que peinan canas hace rato.

buzón. m. Jugador y/o simpatizante de la Institución Atlética Sud América, cuya casaquilla es de un brillante color naranja. Ya nadie se acuerda de la época en que los buzones eran de ese color, por lo que tampoco nadie entiende por qué se les dice así. Tampoco deben quedar muchos simpatizantes de la IASA, equipo que despierta más lástima que simpatía.

cebrita. m. y f. Jugador y/o partidario del Club Sportivo Miramar Misiones, cuya casaquilla posee un diseño a rayas verticales en blanco y negro, cual équido africano. La proximidad de la sede con el zoológico municipal refuerza la denominación. Desconozco si el apelativo refiere, además, al estilo de juego.

darsenero, a. Jugador y/o partidario del Club Atlético River Plate, que queda ubicado en el Prado, lejos de cualquier posible dársena. El nombre remonta a fines del siglo XIX, cuando un grupo de trabajadores portuarios formaron un equipo. Como los anglosajones aún imponían las reglas -igual que hoy, bah- tomaron el nombre de River Plate, que mantuvieron aún después de mudarse al Grassland Park.

jugolín. m. (De Jugolín, marca registrada). Polvo coloreado, saborizado y aromatizado artificialmente utilizado para preparar refrescos con hipotético sabor frutal al ser disuelto en agua. Al igual que ocurre con el agua jane, los championes y las medias can-can, no importa la marca del refresco, siempre se le llama jugolín.

medio y medio.
m. De este modo se designa a dos bebidas alcohólicas muy diferentes, ambas de preferencia de la autora de estas líneas. Una de ellas, se encuentra prácticamente en vías de extinción, refiere a la mezcla en partes iguales de caña con vermú. La otra se trata de un producto comercial envasado, una especie de espumante de mayor categoría que la sidra y de menor estatus que el champán.

papal. m. y f. Jugador y/o simpatizante del Club Atlético Bella Vista, cuyos colores, al igual que los del pontífice, son amarillito y blanco. Por cómo les va, se nota que la iglesia de Roma no tiene incidencia alguna en los asuntos del fútbol vernáculo.
perfumol. m. (Marca registrada) Producto líquido coloreado y perfumado para desodorizar el ambiente; por ejemplo, suele agregarse un chorrito al agua del guáter (yo lo prefiero azul, así combina con las cerámicas) . Como ocurre con tantas cosas en Uruguay, se le dice perfumol a cualquier producto similar, aunque la marca puede ser otra muy distinta.
plancha. m. y f. Integrante de una tribu urbana emparentada con los villeros argentinos. Se caracterizan por su indumentaria y particular lenguaje, y por algunas prácticas sociales de dudosa afinidad con la licitud. Plancha se nace, no se hace, sabelo, amistá. ¿Sale una chapa pa’l vino? ¡Má firme!

porlan. m. (De Portland). Cemento utilizado en construcción que guarda un remoto parecido con las rocas calizas de una isla británica del condado de Dorset. Sin ir más lejos, yo vivo frente a la fábrica de porlan, que hasta hace pocos años exhalaba cemento por cuatro imponentes chimeneas, por los que mis bornquios y bronquiolos -como los de mis vecinos- están completamente cementados.

ta. (Podría ser aféresis de “está”.) Expresión multiuso que los uruguayos intercalamos cada quince vocablos, más o menos, sin importar de qué estemos hablando. Puede afirmar: “Ta, paso por tu casa y te lo llevo” o interrogar: “Nos vemos el sábado, ¿ta?”

uvita. f. No se trata de una uva de diámetro inferior al promedio, sino de una bebida espirituosa -y riquísima- típica del bar Fun fun. Al igual que la Coca-Cola y a diferencia de la bomba atómica, su fórmula es secreta, y pasa de generación en generación.

vascolé. (De Vascolet, marca registrada) Producto achocolatado que se consume disuelto en leche. Por supuesto que se le dice vascolé a cualquier producto remotamente similar, sin importar la marca. Varias generaciones de uruguayos hemos sido alimentados con vascolé, y así nos va.
“Alejandro camina por la paré, toda la energía viene de vascolé...”



jueves, 2 de octubre de 2008

Temperamentito... Ahhh!

A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.

Claro que a las cinco de la tarde hora uruguaya, es decir, cinco y pico largas casi seis, de este lunes 29. Bueno, a esa hora llegó Dante. ¿Cómo que “quién es Dante”? ¡¡¡Es mi nieto de la vida!!!! Considerando que su papá, el Fede (también conocido como Fede_Búho77, hasta ese entonces padre del blog “Temperamentoahhh”, su criatura virtual) es mi “hijo de la vida”, por propiedad transitiva, su hijo es mi nieto. Ni que decir que Dante es precioso -no podía ser menos con estos genes, que ya lo dijo Mendel que lo que se hereda no se roba, y modestamente, bien linda que soy-. Nuestro primer encuentro se caracterizó por la más absoluta de las indiferencias por su parte, ya que ni siquiera se dignó a abrir los ojos ante mi presencia soberana, pero ese mocoso malcriado ya aprenderá (aunque sea a cintazos, jijiji!!!)
Bueno, vosotros bloggers que leéis estas líneas: quedáis advertidos. Un nuevo buhito sobrevuela vuestras testas.
A ver con qué se descuelga.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Pequeño diccionario ilustrado uruguayo – español

Este pequeñísimo diccionario pretende facilitarles la estadía a todos aquellos visitantes hispanohablantes que vienen a Uruguay creyendo que aquí se habla español.

agua jane. f. Hipoclorito de sodio diluido, utilizado habitualmente como desinfectante y blanqueador. No importa que la marca sea Ayudín, Electrón, Sello Rojo, o la que sea: siempre se le llamará agua jane (pronúnciese “jane”, nunca “yéin”).

bizcocho. m. Alimento hecho en base a harina, levadura y grasa, salado o dulce, elaborado en panaderías, frecuentemente consumido en el desayuno o la merienda para acompañar el café con leche o el mate. Los bizcochos más comunes son los pancongrasas, los corasanes dulces y salados, las galletas dulces y las margaritas. Se compran por kilogramo o fracción.
broche. m. Accesorio de metal, madera u otro material, generalemente ornamentado, utilizado por las personas del sexo femenino para recogerse parcial o totalmente el cabello.

caldera. f. Recipiente de metal con tapa, asa y pico utilizado para calentar agua. En Argentina se le llama pava, nombre que en Uruguay se le da a la hembra del pavo y a una chica tonta. Desconozco cómo se le llama en el resto de los países hispanoparlantes.

can-can. m. Prenda de vestir femenina que consiste en un par de medias que cubren por completo las extremidades inferiores unidas a una bombacha que cubre pelvis y glúteos. Pueden ser de nailon, licra o lana, lisas o decoradas. El costo suele ser inversamente proporcional a la duración de la prenda.
caravana. f. Accesorio de metal, cerámica, madera, plástico u otro material, que suele estar adornado con piedras, perlas, semillas, plumas o lo que venga, utilizado para decorar los lóbulos de las orejas, sea por perforación o por apretuje de los mismos. Antiguamente reservado sólo para personas del sexo femenino, hoy en día también muchos hombres se someten voluntariamente a esa tortura de perforarse las orejas, sin que por eso se les encoja el cromosoma Y.caruso. (por Enrico Caruso). f. Salsa hecha en base a crema doble, champiñones y jamón; ideal para acompañar pastas, en especial, cappellettis. Se puede comer sola por cucharadas también, cosa que jamás hice ni volveré a hacer.


champión. m. Calzado deportivo, de lona o cuero, con suela de goma, que suele ajustarse con cordones, (cintas o tiras). Debe su nombre a la marca Champion, y se le designa así a este tipo de indumento, sin importar la marca. Si bien fueron creados para la práctica de actividades deportivas, su uso está extendido para otras actividades, incluso para ir a la ópera. Cabe señalar que algunos championes salen más caros incluso que el abono para toda la temporada de la ópera antedicha.

chivito1. m. Plato típico de la gastronomía uruguaya, que consiste en un refuerzo (ver) de carne, panceta, queso, huevo, lechuga, tomate, mayonesa y todo lo que ande a mano en la cocina del restaurante, bar o loquesea donde se lo prepare.

corasán.
(del francés croissant) m. Bizcocho originalmente austríaco y con forma de luna creciente, que llegado al Uruguay modificó su factura (se hace con grasa y no con manteca), forma y nombre. Suele conservar la forma de luna creciente si es salado y sin rellenar, pero si es dulce (recubierto con azúcar) o relleno (de jamón, queso, dulce de leche, dulce de membrillo) adquiere una rectitud que ni remotamente recuerda a la luna creciente que inspiró a los pasteleros austríacos. No confundir corasán con media luna, que se hace con manteca y sí tiene forma de croissant.

flauta. f. Pan francés más petiso y más gordo que la baguette.

flautín. m. Baguette sin pretensiones primermundistas.

franfrute (de frankfurter). m. Embutido de dudoso contenido, remotamente parecido a la salchicha originaria de Frankfurt. Suele comerse hervido, dentro de un pan de Viena cortado longitudinalmente, y acompañado por mostaza (aunque algunos herejes le ponen mayonesa, o lo que es peor, ketchup); así aderezado, el franfrute pasa a denominarse “pancho”.


hijo de puta. loc. Frase habitual que designa tanto a una persona execrable como a alguien que despierta admiración. Una misma persona puede reunir en sí misma ambas condiciones.

jodido, a. adj. Depende del verbo que lo acompañe. Si decimos “Fulano está jodido”, significa que está mal (con problemas familiares, económicos o de salud). En cambio, si decimos “Fulano es jodido”, queremos decir que es un hijo de puta (véase).

masita. f. Pequeño bocado dulce y pegajoso, hecho con masa de hojaldre, bizcochuelo u otra, que puede contener crema, dulce, trozos de frutas, de variadas formas y texturas, que suele servirse en los tés de las señoras mayores, las fiestas de cumpleaños, los casamientos y los velorios. Las masitas se compran por kilogramo –o fracción- en panaderías y confiterías.

pandorga. f. Vaya uno a saber por qué, así se le dice a la cometa en el litoral.

pildorita. f. Versión acortada del franfrute, que suele servirse hervida y sin pan en cumpleaños infantiles, aunque debido a la creciente hamburguesación de la sociedad, cada vez se las ve menos.

pilot. m. Prenda de vestir unisex que cubre el tronco, los miembros superiores y gran parte de los inferiores, confeccionada en un material impermeable, utilizada para protegerse de la lluvia. En Argentina se le llama piloto, que es como le decimos aquí a un señor que maneja aviones.

primus. m. Artefacto portátil que funciona a queroseno, utilizado para calentar o cocinar alimentos, que quedarán indefectiblemente con aroma y sabor a combustible quemado. Jamás sabremos cuál es el nombre verdadero de este tipo de calentador, ya en desuso, debido a que aquí siempre se le dijo por el nombre de la marca Primus.


refuerzo. m. Alimento que consiste en un trozo de pan (de tipo francés) relleno con manteca, fiambre, queso, dulce, u otros. No confundir jamás con sánguche, que es lo mismo pero totalmente distinto.
sánguche. (del inglés sandwich) m. Refuerzo hecho con pan de molde, al que habitualmente se le retira la corteza; puede contener variados rellenos (fiambre, queso, pescado, pollo, hortalizas, hongos) y diversos aderezos. Suele cortarse en triángulos o cuadrados pequeños. Al igual que las masitas, los sánguches constituyen alimentos indispensables en fiestas de cumpleaños, casamientos y velorios.

tortuga. f. Pan blandito y levemente dulzón, con una forma que muy vagamente recuerda a la de un reptil quelonio en posición defensiva. Ideal para refuerzos (a menos que prefieras el pan flauta).



1 Para más datos, véase el Episodio XIII de la Guía práctica para conocer Uruguay en este mismo blog.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Guía práctica para conocer el Uruguay – Episodio XIV: El tránsito en Montevideo

En los episodios IV y X de esta mismísima Guía, me referí a dos medios de transporte público de la capital de la República: el ómnibus y el taxi. En ocasión del capítulo referido al automóvil equipado con taxímetro, el Santi tiró como sugerencia, dedicar algún capítulo a los vehículos particulares y a los carritos de los hurgadores. Si bien en esos momentos yo me encontraba tapada de trabajo, inmediatamente hice caso a su sugerencia y me largué a escribir esto que ahora estás leyendo, estimado guiado.
A primera pensada a una se le ocurre que el tránsito en Montevideo es caótico. Pero decir que el tránsito en esta ciudad es caótico es faltar a la verdad. El tránsito es caótico en Calcuta, en donde hay millones y millones de personas, y miles y miles de vacas que andan por las calles como si tal cosa. En Montevideo el tránsito es muy caótico, no debido al número de habitantes (que haciendo fuerza llega al millón y medio escaso), sino porque se sabe que el lema de nosotros los montevideanos -que en mi modesta opinión, debería figurar en el escudo de la ciudad- es "por qué hacer algo bien, si podemos hacerlo mal, e incluso, peor".
Montevideo cuenta con avenidas, bulevares, calles, callejuelas y hasta algún camino de tierra, sobre todo en la periferia. No siempre la señalización es clara, y hay calles que se chocan abruptamente contra un paredón, para renacer, tal vez, más adelante; hay calles flechadas que cambian de dirección, calles que hacen curvas inesperadas, calles que cambian de nombre, nombres que cambian de calle... El concepto de “paralelas” no forma parte del acervo cultural de nuestros urbanistas. Pero el asunto realmente complicado no es el de las calles, sino el de la gente que las transita, ya sea en calidad de peatón, ciclista o conductor de carro, moto, auto, camioneta, taxi, ómnibus o camión. Sólo falta el viejito aquel de la película de David Lynch
1 que viajaba en una cortadora de césped, o capaz que yo no lo he visto, pero por ahí anda.
Enfoquémonos, por poner un caso, en los ciclistas. La bicicleta, sin duda alguna, constituye un medio de transporte económico, no contaminante y beneficioso para la salud, aunque ser ciclista en Montevideo equivale a correr delante del toro en Pamplona durante los sanfermines. Resulta que hay muy pocas bici-sendas, y las que hay están transitadas por cualquiera, excepto por ciclistas, porque basta que pavimenten un sendero y pongan señales de bici-senda, para que inmediatamente se llene de gente que se pasea con cochecitos de bebé, o con ocho perros o que salió a estrenar su flamante prótesis de cadera. Por lo tanto, los ciclistas andan zigzagueando entre los ómnibus y camiones, sin luces y sin casco, claro está, porque igual la culpa de todo la tienen los peatones o los conductores de coches, que no los ven venir. Una vez, hace unos años, yo me bajaba tranquilamente de un ómnibus cuando fui embestida por un intrépido ciclista se largó nomás así como venía por el espacio que quedaba entre el ómnibus y el cordón de la vereda. Por supuesto que la culpa fue mía, por apearme sin mirar para atrás. La culpa de que él se cayera, claro, porque se necesita mucho más que un ciclista embalado para derribar los 50 kg escasos que yo pesaría por aquel entonces.
Los carritos son otra historia. Se trata de vehículos de diferente tamaño, movidos a tracción a sangre, ya sea por un cristiano, o por un caballo. Son utilizados por los hurgadores, o recicladores, que recorren la ciudad buscando cuanto objeto les resulte útil o vendible, y cargándolo todo en sus carros: papeles, cartones, chapas, envases de plástico o vidrio, ropa, colchones, juguetes, herramientas, bolsas, muebles viejos, artefactos de todo pelo, y, claro está, comida. La capacidad de un carro es infinita; no importa cuán lleno esté, siempre tiene lugar para una silla con tres patas más. La capacidad muscular de quien tira del carrito es asombrosa, porque allá va el pobre tipo cinchando de su carro, cuesta arriba por algún repecho... Los más pudientes tienen carros grandes, tirados por caballos tan exhaustos y malcomidos como sus propietarios. Lo que no le puede faltar a ningún hurgador es un perro, que allá va, con su trotecito atravesado, siguiendo a su dueño a sol y a sombra.
Los motociclistas son otra especie interesante; los hay que manejan motitos de 50 cc que la única diferencia que tienen con las bicicletas es que hacen ruido y contaminan el aire, hasta los barbados motoqueros de campera de cuero que parecen salidos de la película “Busco mi destino”
2 . No importa qué moto monten: todos creen que la suya es una Harley Davidson y que la calle Colonia es la Ruta 66, en perticular los hell angels que hacen repartos de correspondencia o de pizza, a una velocidad que ni siquiera se justificaría en caso de incendio. Es obligatorio usar casco, cosa que se cumple en la mayoría de los casos, particularmente de día; por la noche, los ruidosos centauros suelen preferir andar con la cabellera al viento, y a veces, hasta de a tres, que no sé cómo se las arreglan para caber en el asiento. En las zonas periféricas suele haber "picadas" por la noche, para beneplácito de los vecinos, porque no debe de haber ningún sonido más parecido a un arrullo que el de dos o más motos de corriendo a 200 km por hora (y a veces seguidas por un patrullero que va a 80).
El panorama más diverso, probablemente, sea el de los automóviles particulares, porque la fauna automotriz montevideana -aunque tal vez sea más correcto hablar de uruguaya- es de lo más variopinta. Conviven los últimos modelos que todavía tienen la pintura fresca, con los primeros llegados al país a comienzos del siglo pasado, y habría que fijarse bien si todavía no circula algún prototipo diseñado por Karl Benz en persona. Es así que conviven el Peugeot 407 full con el fusca del año 70, los modelos de la Europa del Este de los 90 con algún Golden Rocket del 56, los Fiat 600 y las Izetas con los Ford Falcon, las citronetas del 70 con los Audi actuales, y por supuesto, los Fiat Uno y los Volkswagen Gol de todos los años... Eso sí, no importa la marca, el modelo, el año ni el estado de conservación –o de deterioro- del velocípedo: todos se creen Lewis Hamilton, aún los veteranos que sacan el Simca 1000 los domingos y se pasean a 35 Km por hora.
Para manejar taxis, ambulancias, ómnibus y camiones, se requiere entrenamiento especial y libreta profesional, lo que, según entiendo, equivale a sacar patente de corso; los conductores se convierten así en dueños de los siete asfaltos, pero es justo reconocer que, sin pedir nada a cambio, vierten su crítica constructiva acerca de las habilidades de los demás conductores, así como no dudan en brindarles sugerencias, consejos e instrucciones a quienes lo necesitan, que son todos los otros.
Un espectáculo maravilloso –y gratuito- lo constituyen los ómnibus interdepartamentales, que como se dirigen a otras partes del país, manejan en plena ciudad como si estuvieran ya en la carretera, no sea cosa que después no agarren el ritmo. Así es que Avenida Italia, 8 de Octubre, Garzón, por sólo citar algunas avenidas, sirven de pista de entrenamiento para estos bólidos, o tal vez sería más correcto decir, de pista de despegue.
Pese a que se supone que éste es un país bastante alfabetizado, ocurre que muchos conductores no entienden las señales de “Pare”, “Ceda el paso” y similares, así como ocurre con los peatones, que tampoco distinguen el anuncio de “Cruce” del de “No cruce” en los semáforos. Un dato curioso es que Montevideo es una de las ciudades del mundo con mayor número de daltónicos, que no perciben los colores de las luces del semáforo, y lo que es aún más raro, las rayas blancas de las cebras. Aunque tal vez no se trate de un problema particular de los montevideanos, porque a juzgar por las matrículas de los autos que se ven por la ciudad, un gran número de vehículos procede de otras partes del país; imagino que vienen por múltiples razones a la capital, porque jamás se me ocurriría pensar que un conciudadano llevara su coche a matricular a otro lugar, sólo porque es más barata la patente de rodados, líbranos Ford de semejante idea.

Y con esto termina el décimocuarto capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.



1 “The Straight Story” (“Una historia sencilla”), 1999
2 “Easy rider” (1969): escrita, e interpretada por Dennis Hopper y Peter Fonda, y dirigida por el primero

viernes, 12 de septiembre de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay – Episodio XIII - La gastronomía, segunda parte: el chivito

Animal sagrado en este país, si los hay, la vaca. En el episodio anterior de la guía -véase texto publicado la semana anterior, al pie de éste- nos referíamos al noble bovino en tanto protagonista del tradicional asado. Hoy lo haremos en tanto integrante del elenco de otro plato típico de la gastronomía vernácula: el chivito.
Cualquiera podría pensar que el chivito es el modo coloquial de referirse a la cría de sexo masculino del ganado caprino, dado que vulgarmente se les llama "chivos" a estos animales. Sin embargo, el consumo de carne caprina no está muy difundido en el Uruguay, por lo que el término "chivito" refiere a una cosa muy distinta.
Parece ser que una vez, en un restaurante de Punta del Este a una dama extranjera se le ocurrió pedir chivito (probablemente haciendo referencia a la carne de chivo), cosa que, por supuesto, no había; el cocinero le preparó un plato con lo que había: pan y lomo vacuno. Desde ese entonces, el término “chivito” en Uruguay refiere a un sándwich o emparedado de lomo. La cuestión es que, con el paso de los años, al antedicho sándwich se le han agregado algunos ingredientes más, como fiambres (lomito canadiense o jamón), mozzarella, panceta, tomate, lechuga, morrones, hongos, aceitunas, pickles, huevo duro, huevo frito... transformando el chivito inicial en el emparedado soñado por Lorenzo Parachoques
1. Claro que ya pierde su calidad de sándwich, aquel alimento diseñado para que el conde homónimo2 pudiera sostener con la mano mientras jugaba a las cartas, sin ensuciarlas: desafío a cualquiera a comer un chivito actual sujetándolo con una mano, mientras trata de armar una escalera de conga con la otra, sin chorrearse de mayonesa y tomate hasta las verijas. Es decir, que el chivito de nuestros días suele comerse sobre un plato y con cubiertos, o sosteniéndolo firmemente con ambas manos, si éstas –y el diámetro de apertura bucal- son lo suficientemente grandes. No faltan, cabe aclarar, los iconoclastas que sirven el chivito al plato y sin pan, por lo que ya del chivito original sólo le queda el nombre, por no mencionar a los herejes que preparan chivitos con pollo, que no tienen excusa alguna para semejante tropelía, porque confundir vaca con cabra, vaya y pase, pero con pollo, no hay de dónde agarrarse.
Los más insaciables suelen acompañar el chivito con papas fritas, lo que pone de manifiesto, además de su gula, su ignorancia más absoluta en el campo de la bioquímica y de la nutrición, porque el pan y las papas son alimentos compuestos básicamente por almidón, por lo que están comiendo, con todo respeto, pan con pan.
En Uruguay, se puede comer chivito en casi todos los restaurantes –excepto los vegetarianos, o los de comida china, porque nosotros somos orientales pero de otro tipo- y en algunos puestos callejeros (llamados “carritos”, aunque están fijos en una esquina). La calidad, la cantidad y el precio del chivito varían de un sitio a otro, como casi todo en esta vida.
El chivito admite acompañamiento con varias bebidas, por ejemplo, cerveza o refrescos, aunque se recomienda hacerlo con un digestivo hepatoprotector y con un análisis de triglicéridos, como postre.

Y con esto termina el capítulo decimotercero de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.

1 Versión en español de Dagwood Bumstead, personaje de la historieta “Blondie”, creada por Chic Young
2 John Montagu IV, Conde de Sandwich (1718-1792)


viernes, 5 de septiembre de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay, Episodio XII - La gastronomía, primera parte: el asado

Animal exótico si los hay, la vaca. Pero resulta que allá a comienzos del siglo XVII a Hernandarias se le dio por introducir la ganadería en estos territorios, y fue y se trajo un barco cargado, cual arca de Noé pero sin biodiversidad. Imagino la sorpresa de los nativos -que a menos que me equivoque, no fueron consultados al respecto- al ver animales así de grandes, cuando la fauna autóctona a lo más que llega es a carpincho. Igual sería la sorpresa de los bovinos, que no tenían vistos a los charrúas, guenoas y chanaes, al menos no personalmente.
La cuestión es que a todo se acostumbra uno, y las vacas se aquerenciaron, al punto tal que es imposible imaginarse hoy en día a nuestras praderas sin ejemplares de Hereford, Aberdeen Angus, Holando, Shorthorn y tantas otras razas. Si hasta en el escudo nacional figuran un buey y un caballo, andá llevando. Es más, uno ni siquiera sabe cómo era la pradera originariamente, porque a nadie se le ocurrió hacer un relevamiento botánico de cómo era la cosa antes de la introducción de la ganadería y de la pradera artificial, principalmente porque la clasificación de las especies la puso de moda Linneo como 150 años después. Desde ese entonces, la vaca ha estado ligada a nuestro paisaje y a nuestra cultura, la cual incluye, entre otras manifestaciones, a la gastronomía.
Qué y cómo comían nuestros nativos lo podremos llegar a sospechar pero probablemente no lo sepamos nunca, porque ni a españoles ni a criollos se les ocurrió jamás, antes de someter y de exterminar a los indígenas, indagar acerca de sus costumbres culinarias, o al menos, dejar registro de ellas. Lo cierto es que desde hace siglos, la vaca constituye un verdadero animal sagrado en nuestra gastronomía, porque al pobre bovino le comemos todo lo que tiene, a excepción del mugido. Y la forma más tradicional de consumir a este noble cuadrúpedo, es el asado.
El asado constituye, entonces, uno de los platos más típicos de nuestra gastronomía, aunque la palabra "plato" no es la que mejor encaja para el asado, porque no hay nada mejor que comer el asado con la mano. Se le denomina asado, por una parte, a un trozo de músculo estriado de bovino -conocido vulgarmente como "carne"- que se coloca sobre una especie de reja metálica conocida como "parrilla" -si es que la hubiere, no me imagino a los pobladores del mil seiscientos y pico comprando una parrilla en la ferretería, o mandándosela a hacer a un herrero de confianza- y se cuece al calor de las brasas que se desprenden de la combustión de leña. Jamás se empleará carbón y mucho menos, fuego directo; ambas técnicas constituyen una herejía. Evidentemente, la mejor leña es la de monte, pero ya casi ni quedan montes nativos, entre otras cosas porque ha sido depredados en aras del asado, la cría de ganado y de la agricultura. Además, un coronilla demora unos 100 años en crecer, así que no hay necesidad alguna de agarrar a hachazos al pobre árbol sólo por cocinar un poco de carne.
Uno de los cortes tradicionales de la carne para asar en la parrilla es el "asado de tira", esto es, el músculo intercostal de vacuno cortado longitudinalmente, en sentido perpendicular a las costillas; cada tira posee entonces varios fragmentos de hueso, además de carne y grasa. Hay quienes optan por otros cortes de carne, llegando incluso a tirar sobre la parrilla cuadril o bola de lomo, pero ya sabemos que hay gente para todo. También están los que no desuellan al animal antes de cocinarlo, lo que da lugar al "asado con cuero" cuya preparación es diferente y cuya ingesta requiere una cierta destreza en el manejo del cuchillo, amén de ir aclarando a los intrépidos que se aventuren a probar esta modalidad, que el cuero no se come.
El punto de cocción varía según el gusto del consumidor -y la pericia o impericia del asador-; a algunos nos gusta que al cortarlo, la vaca aún muja, para no desaprovechar el mugido; hay quienes lo prefieren más cocido, y quienes prefieren la cremación a la cocción, punto en el cual la carne adquiere la consistencia del caucho vulcanizado -y aproximadamente el mismo sabor-. Lo mismo pasa con el aliño: suele utilizarse un poco de sal o aderezos tales como el chimichurri, que realzan el sabor de la carne, aunque sin aderezo alguno igual funciona perfectamente.
Pero como el bovino no está constituido solamente por esqueleto y masa muscular, sobre la parrilla podrán colocarse, además, las vísceras del animal, conocidas como “achuras”. Es de este modo que al calor de las brasas también se cuecen, entre otros, el intestino delgado ("chinchulines"), el timo ("molleja"), los riñones o la ubre, por mencionar algunos.
Usualmente se hacen presentes los embutidos tales como los chorizos -carne y grasa de cerdo condimentadas y embutidas dentro de la serosa que recubre al intestino delgado, conocida como "tripa"- o las morcillas -sangre de cerdo embutida dentro de tripa- las cuales pueden ser saladas o dulces -estas últimas aderezadas con naranja, pasas de uva, maníes u otros frutos secos, constituyen uno de los manjares más apreciados por la autora de estas líneas, informo por si alguien me quiere hacer un regalo-.
Si sobre la parrilla se cuecen lentamente varios de los antedichos alimentos, estaremos en presencia de una "parrillada", mucho más abarcativa, como es natural, que el mero asado de tira. En la actualidad, se han agregado también hortalizas a la parrilla, cuando no otros animales de pelo, pluma o escama.La parrilla en sí misma puede estar instalada en el suelo, o formar parte de construcciones tales como el parrillero, hecho de ladrillo, que canaliza el humo producido por el fuego y la cocción a través de una chimenea, o de artefactos móviles como el medio tanque, más propio de la zonas urbanas, ya que puede instalarse casi en cualquier espacio. Por supuesto que no hay casa de campo, ciudad o playa que no posea parrillero, así como tampoco podrá estar ausente en ningún club o entidad similar; muchos parques públicos cuentan con parrilleros para uso de los visitantes. Los restaurantes suelen contar con parrillero, y si la parrillada es la especialidad del mismo, se denominan directamente "parrilladas" como para que quede claro que allí no se sirven fideos o torta pascualina.
Existe también la variante transitoria: se puede preparar una parrillada sólo para una vez, como puede ocurrir en un paseo al aire libre. Solo bastará con llevar la parrilla, la leña, la carne y los utensilios y los condimentos. En esta modalidad transitoria destacan las bondades del "asado de obra", que es el que preparan los albañiles que trabajan en una construcción para almorzar. En este caso, para encender el fuego no se emplea leña sino la madera de los tablones de la propia obra en construcción, lo que le confiere un sabor especial al asado. Ahora bien, con las crisis económicas que hemos sufrido últimamente, el asado de obra tiende a desaparecer, debido a que se construye poco y el bolsillo de los obreros no está para vacas.
En ocasiones de festejos familiares o amistosos, suele estar presente el asado. Evidentemente, la reunión deberá tener lugar en una casa o club con parrillero, por lo que quedan excluidos los que viven en edificios de apartamentos de 2 x 2. El más avezado o ducho de los participantes desempeñará el abnegado rol del asador, que no podrá apartarse bajo ninguna circunstancia de la parrilla, por lo que se perderá la juerga y deberá soportar el calor del fuego y el olor del humo. Su sacrificio será compensado con abundantes raciones de líquidos tales como whisky, vino o cerveza, porque todos sabemos que la temperatura elevada conlleva la pérdida de líquido, y nadie querrá que un tío o un amigo deshidrate. El agua está totalmente desaconsejada en estos casos, porque se corre el riesgo de que se apague el fuego. La labor del asador se rematará con un aplauso, que raras veces estará en condiciones de percibir, porque a esas alturas, su nivel de sangre en alcohol ya andará por debajo de 1 gramo por litro.
El asado puede comerse solo, o acompañado por ensaladas, y el vino tinto es la bebida que mejor lo secunda, sin lugar a dudas.

Y con esto termina el duodécimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.

viernes, 29 de agosto de 2008

Nostalgias...


Si hay algo que ha cambiado radicalmente desde que yo era niña hasta ahora, es el mundo. No porque yo tenga taaaaantos años, sino porque un buen día me desperté en medio de la revolución tecnológica. Entonces, ese mundo que era más o menos igual desde hacía décadas, se transformó en otra cosa. La aldea global, se dijo en un momento. Y una fue tratando de adaptarse, y en eso está. Y hay gente que decidió quedarse como estaba, y ahí sigue, como si estuviera detenida en el tiempo, cuando no militando en contra de lo inevitable.
La cuestión, sin embargo, que más se ha modificado, en mi modesta opinión, es la de la infancia. Ser niño no es lo que era. Y a eso voy. Mi infancia, esencialmente, no difirió demasiado de la de mis padres, a excepción de la presencia de la televisión, porque yo pude disfrutar todo lo que brinda esa maravillosa tecnología en cuatro canales y a todo blanco y negro. No todo el día, claro, primero porque los canales no operaban las 24 horas, cómo se te puede ocurrir, sino porque en gran parte de mi niñez, durante la dictadura, la tele empezaba como a las 6 de la tarde (no sé bien a qué hora terminaría, porque me tenía que acostar temprano, como hacíamos los niños antediluvianos). Pero además, una no miraba demasiado la tele porque programas para niños había muy pocos (dibujitos animados, básicamente, y Cacho Bochinche; el Chavo llegó cuando yo tenía como 10 años) y porque jugábamos afuera.
Los niños ahora conviven con varios televisores (me olvidé de decir que antes lo usual era tener un solo televisor por casa, ubicado en el living) obviamente en colores, con una amplísima variedad de canales (¿Cuántos hay? ¿Cien?) durante todo el día y con una enorme diversidad de programas para ellos. Bueno, hay una cantidad de canales para niños, con programas específicamente para público infantil, y por supuesto, con toneladas de publicidad dirigida hacia los pequeños consumidores. Así es que nenes que aún no caminan ni hablan conviven con los Backyardigans, Bob el constructor, Dora la exploradora, Hi 5 y Lazy town. Aprenden los colores, la hora, a contar, a comer saludablemente, a reciclar, a hacer ejercicio físico, a reconocer notas musicales, a lavarse los dientes... Y eso está buenísimo, claro... pero la infancia queda limitada por una pantalla de 21 pulgadas. Y a eso agreguemos que los gurises nacen con un mouse en una mano y un joystick de playstation en la otra (estimado lector: si no has entendido esta última metáfora, te recomiendo que te agarres fuerte, porque de lo contrario, en el próximo giro del planeta, te caés.) Y los teléfonos celulares, que cada niño tiene el suyo, y si no lo tiene, en breve Papá Noel o los Reyes se encargarán de solucionar esta carencia.
Entonces... volvemos a lo que planteé en el comienzo: nada ha cambiado más que la condición de niño. Una fue niña de vereda y de patio, de tres meses de vacaciones de verano al aire libre, compartidas con los chiquilines de la cuadra, con la única condición impuesta de ser niño y tener ganas de jugar, corriendo carreras de bicicletas -sin que importara la marca ni nada, bastaba con tener una, propia o prestada- haciendo guerrillas de agua, jugando a la escondida metiéndose en jardines vecinos, jugando a ladrones y policías... Saltar a la cuerda, jugar a la rayuela, a la ronda, a Martín pescador me deja pasar... O juntar unas piedras y jugar a la payana... Nunca jugué a la tapadita ni a la bolita, esas eran cosas de varones... Sí juntaba figuritas... Del álbum “Vida y Color”, por ejemplo, o del de Disney, que tenía figuritas con brillantina.
Teníamos patio grande, con un parral de glicinas, donde estaban el tobogán que me habían traído los Reyes y la hamaca hecha por un tío para uno de mis primos, que después fue mía, y después de mi prima, y después.... El tobogán servía también para jugar a las casitas, y hacíamos unos tés verdes con las hojas de la glicina. Cuando llovía, o en el invierno, cuando había que quedarse adentro, unas cuantas hojas y unas crayolas, y ya estaba, o las muñecas, a las que les hacía ropita con mamá, o la casita de muñecas que me había hecho mi viejo (recuerdo claramente el inodoro que había tallado en espuma plast, así chiquitito); los juegos de mesa, las damas, el ludo, las cartas... los rompecabezas y los juegos de encastre (al día de hoy me siguen fascinando los puzzles) y, por supuesto, leer (siguen siendo mis mejores vacaciones, estar panza arriba leyendo), aquellos libros de la Colección Robin Hood, de tapa dura amarilla... “Mujercitas”, “Aquellas mujercitas”, “Hombrecitos”, “Los muchachos de Jo”... O los de Julio Verne, o los de Alejandro Dumas (éstos tenían cubiertas como de papel con dibujos muy coloridos, muy ajadas por las decenas de manos de parientes de generaciones previas que los habían leído...) o los que nos prestaban en la escuela... “El mago de Oz” lo leí así... Y las revistas, por supuesto! Toneladas de Patoruzito, el Pato Donald o lo que fuera. A los 12 años una llevaba leídas miles y miles de páginas. Y mi tía, divina ella, que cuando estuve con varicela me leyó “Alicia en el país de las maravillas” todo de un tirón...
¡Y las cometas! En otras partes se llaman barriletes, y en el litoral uruguayo, vaya a saber uno por qué razón, pandorgas... Se podían comprar, claro, pero eran mejores las que hacíamos nosotros con cañas cortadas en el campito de enfrente, y que morían irremediablemente enredadas en los cables de la luz al poco rato de remontar vuelo...
Mis tías abuelas vivían en una quinta en La Tablada (donde ahora es el complejo de viviendas Verdisol, cerca de los accesos a las rutas 1 y 5, y de la planta de Ancap, hace 30 años eso era todo campo, y no me equivoqué, dije 30 y no 300) en donde primero mi abuela y sus hermanos, después mi mamá y los suyos y sus primos, y luego mis primos y yo jugamos entre las viñas y los pastizales, y andábamos en carretilla, y nos trepábamos a los árboles. ¡Y andar en la caja del camión de mi tío Adolfo! Toda una aventura. Por no decir lo de andar en tren, que un viaje de Montevideo a Minas llevaba el mismo tiempo que si se iba caminando...
Entonces, cuando veo ahora a los niños estresados con tantas actividades extracurriculares, niños obesos o con sobrepeso, niños hipertensos, niños con tendinitis por el excesivo uso del mouse y del joystick, niños con anorexia o con bulimia... me viene tremenda nostalgia. Y por eso, cuando veo a unos gurises corriendo atrás de una pelota en algún campito, o una cometa que se remonta allá en lo alto, o me encuentro con una rayuela dibujada en una vereda, creo que los almanaques decidieron rebelarse ante la revolución digital y se pusieron a dar vueltas y más vueltas para atrás...

viernes, 22 de agosto de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay – Episodio XI Costumbres uruguayas, quinta parte: La Noche de la Nostalgia


Según me acabo de desasnar con el Diccionario de la Real Academia Española, nostalgia significa “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Es decir, que tiene una clara connotación negativa, lo cual es condición más que suficiente para que un uruguayo considere a la nostalgia merecedora de festejo. Sí, avispado lector, no me equivoqué: los uruguayos festejamos la nostalgia. Nos encanta recordar lo felices que fuimos en un pasado glorioso, mientras nos revolcamos en las angustias de un decadente presente.
Esta curiosa costumbre se originó allá por fines de los años 70, cuando en la radio (AM, por supuestísimo, la FM era casi un exotismo) había un programa muy exitoso que pasaba música vieja. El conductor (Pablo Lecueder) nos tenía enamoradas a todas las féminas... Cada vez que decía “¿...a dónde ibas, con quién salías cuando ésta era tu música?” a una se le subía la concentración de hormona luteinizante hasta alcanzar niveles tóxicos. Este buen hombre organizó en una discoteca de moda por esos tiempos (¿o se diría boîte?) una fiesta en la víspera del feriado de la Declaratoria de la Independencia, en donde sólo se pasó música vieja. Cómo le habrá ido que la cuestión se oficializó por ley: la noche del 24 de agosto es la Noche de la Nostalgia.
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Treinta años después no existe en el Uruguay discoteca, pub, sala de fiestas, milonga, cabarute, club de barrio y sociedad agrícola en donde no se arme un bailongo esa noche. Si hasta en el hipódromo se hace tremenda fiesta... Imagino que allí la música consistirá básicamente en tangos de temática burrera de la década del 30, pero no me consta.
La Noche de la Nostalgia es el día que más gente se moviliza en todo el país (exceptuando los días de elecciones, porque si hay algo que a los uruguayos nos gusta más que festejar lo deprimentes que somos es votar). La cantidad de dinero que cambia de dueño esa noche alcanzaría para saldar la deuda externa y prestarles plata a los vecinos, porque no hay caso: ir a deprimirse resulta carísimo. Los que se ponen muy contentos, en cambio, son los escoceses, los franceses y los cultivadores de cebada y de lúpulo de diversas regiones del mundo, porque en una sola noche venden toda su producción de whisky, champaña y cerveza a los sedientos y nostalgiosos uruguayos.
La cuestión más o menos es así: primero hay que decidir a dónde se quiere ir; luego, conseguir un préstamo en alguna institución bancaria, para comprar las entradas –se recomienda al menos un mes de anticipación-. Chequeo médico completo, en particular con cardiólogo y reumatólogo. En la propia jornada del 24, faltar al trabajo para dormir una buena siesta y producirse adecuadamente, porque no es cuestión de ir así nomás a la fiesta más importante del año; más bien hay que parecerse a una celebridad de Hollywood en la ceremonia del Oscar (válido para ellas y ellos). Llegada la noche, los interesados se dirigirán en pareja o en grupo de amigos a la fiesta elegida, y allí procederán a bailar con total desenfreno y falta de decoro cual Travoltas enfervorizados, al son de “...fíver náit, fíver náit, fíver...”, sin importar lo prominente del abdomen o lo incipiente de la calvicie.
Existen distintos tipos de fiestas, para casi todos los gustos (para los que no les gustan las fiestas, no organizan ninguna) y para casi todos los bolsillos (claro, hay quienes sienten nostalgia de cuando aún tenían algo en los bolsillos). Básicamente, se reconocen tres clases bien definidas de fiestas, que detallo a continuación:

Opción 1: That’s the way I like it
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En estas fiestas predominan el rock, el pop, el reggae y la música disco, fundamentalmente de origen británico y estadounidense, aunque no exclusivamente. La música va desde Elvis Presley a U2, de Creedence a Donna Summer, de los Beatles a Madonna, de Bob Marley a los Ramones, de Queen a AC/DC. El público asistente cantará todas las canciones, sin importar en lo más mínimo el completo desconocimiento de la lengua de Mick Jagger. Es de rigor el segmento dedicado a los insufribles Village People, y será el punto más alto de la fiesta la interpretación de la canción “YMCA” (guai-em-ci-ei) que será bailada respetando la coreografía de zangolotear los brazos en el intento de formar las letras de la sigla. Infaltable será también el segmento de rock argentino, en donde serán imprescindibles las canciones “Tirá para arriba” de Miguel Mateos, ocasión que aprovechará la concurrencia para quitarse alguna prenda y tirarla para arriba en el estribillo, y “No me dejan salir” de Charly García, en donde será obligatorio corear “jodete por boludo” cada vez que el músico afirme su imposibilidad de egreso. Ya muy avanzada la madrugada, vendrá el segmento de “las lentas”; en esta ocasión, las parejas aprovecharán para fundir sus cuerpos en uno, de forma tal de ocupar una baldosa de 20 X 20 cm, y al son de la insoportable “Hotel California” intentarán revivir antiguos ardores que sintieron varias décadas y varios divorcios atrás.

Opción 2: Qué suerte (jajajajá) que esta noche voy a verte
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Estas fiestas apuntan a un público mayor; allí el veteranaje, adecuadamente provisto de analgésicos y antiinflamatorios sacudirá la prótesis de cadera al son de las canciones del Club del Clan y otros ídolos de la porteñada de los años 60 y 70. Con suerte, podrán ver actuar en vivo a Lalo Fransen o a Donald, que una vez al año abandonan la cubeta de formol en la que viven y cruzan el charco para hacerse unos mangos en esta orilla. Infaltables serán “... tú tienes una sonrisa contagiosa, pero tu pelo es un desastre universal...”, “...el camaleón, mamá, el camaleón, cambia de colores según la ocasión...”, “...las olas y el viento, sucundún sucundún y el frío del mar, yalalalalalá...” y “...fuiste mía un verano, solamente un verano...” Los concurrentes a este tipo de fiestas suelen terminar en la emergencia de algún hospital, por sobredosis de adrenalina. Al día siguiente, los encargados de acondicionar el local encontrarán más de una peluca y más de una dentadura postiza perdidas entre las serpentinas y el papel picado.

Opción 3: Mira cómo se menea
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Los amantes de la música tropical van a sitios en donde pueden menear sus caderas enfundadas en ajustadísimos pantalones (de preferencia, blancos para los caballeros, rojos para las señoras; en este último caso, se admite también la microfalda) al son de los grandes éxitos pseudo-tropicales tanto uruguayos como argentinos (ni se les ocurra pasar música cubana, colombiana, panameña o dominicana, por favor). En el mejor de los casos, se escucharán canciones de los Wawancó (¿Quién no bailó alguna vez aquello de “...¿qué le pasa qué le pasa a mi camión, qué le pasa qué le pasa que no arranca...?”), Combo Camagüey, Sonora Borinquen, Karibe con K, Los Fatales, L’Auténtika, Sombras, Ricky Maravilla y Pocho La Pantera. No podrán faltar los sentidos homenajes a Gilda y a Rodrigo, como es de rigor.

Confieso que yo elijo quedarme en casa. Supe ir alguna vez, encantada de la vida, hasta que entendí que la música que ya era de dudosa calidad en su origen no puede ser mejor 40 años después. Y supongo que la gente que sale a bailar en la Noche de la Nostalgia en realidad no disfruta todo lo que escucha y baila (¿A alguien le gusta realmente Boney-M????) sino lo que le gusta es creerse, por un rato, que todo tiempo pasado fue mejor, lo cual no es cierto, por supuesto; seguramente lo mejor era tener 20 años en lugar de 49, pero ésa, es otra historia.

Y con esto doy por terminado el undécimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.





1 Ley N° 17.825 del 10 de septiembre de 2004
2 “That’s the way (I like it)”: Ese es el modo en que me gusta, o así es como me gusta, canción de 1975 de KC and The Sunshine Band
3 “¡Qué suerte!”, canción compuesta por Chico Novarro y Palito Ortega en ¿1964? e interpretada por Violeta Rivas
4 Verso de la canción “Violeta” de Alcides; desconozco el año (¿1990, quizás?)

viernes, 15 de agosto de 2008

Guía práctica para conocer el Uruguay – Episodio X : El transporte público en Montevideo: los vehículos equipados con taxímetro

Si tuviera que elegir una única cosa como señal de identidad de una ciudad, creo que elegiría sus taxis. Pero como nadie me obliga a semejante pavada, en este nuevo episodio de la Guía me referiré a los taxis de Montevideo porque tengo ganas. Además, en el episodio IV publicado el 18 de abril de este mismísimo año me había referido a otro medio de transporte capitalino, el ómnibus, y tengo miedo que vengan los muchachos del SUATT1 a reclamarme.
En Montevideo, los taxis pertenecen a empresas particulares, pero están regulados por la Intendencia Municipal. Los vehículos equipados con taxímetro, por tanto, siguen ciertas pautas que les son comunes. Por decir una, están uniforme y horrorosamente pintados de amarillo y negro, y llevan sobre sus testas una especie de sombrerito –cual cofia almidonada de mucamita de vodevil- en donde dice la palabra TAXI en letras negras sobre fondo blanco. Ese sombrerito se enciende por las noches, lo que lo vuelve claramente distinguible de lejos, tal como un bicho de luz en época de apareamiento.
En mi infancia, los coches equipados con taxímetro eran todos Mercedes Benz (y no es joda). Varias crisis económicas después, son Fiat o Volkswagen en la mayoría de los casos, lo que ha reducido los costos, pero también los tamaños. Están obligados a tener mampara, esto es, una muralla inexpugnable que separa los asientos delanteros de los posteriores, que, como es obvio, se le agrega al vehículo después de armado, lo que reduce considerablemente el espacio destinado a las rótulas de los pasajeros que se sienten detrás.
La mampara tiene por objetivo proteger al conductor –taxista, taximetrista o “tachero”- de posibles atracos. Lo cierto es que la seguridad de los obreros del volante ha aumentado en forma inversamente proporcional a la comodidad de los pasajeros. Así que patilargos, quedan advertidos.
Claro que la mampara, además de proteger, insonoriza: algunos taxis tiene una especie de sistema de amplificación, pero los que no, obligan a taxista y pasajero a poner a prueba sus respectivas cuerdas vocales, gritando cosas tales como: “¿A DÓNDE?” “A OCHO DE OCTUBRE Y ABREU” “¿A OCHO DE OCTUBRE Y QUÉ?” “¡Y ABREU!” “¿VAMOS POR PROPIOS?” “SÍ” “PERDÓN: ¿QUÉ ME DIJO?” y así hasta que el pasajero opta por emplear el lenguaje de señas, o se baja totalmente disfónico y se toma un ómnibus. Es decir que si uno pretende viajar cómodo y/o mantener una conversación con el taxista, por cuestiones de salud ósea y laríngea deberá ocupar el asiento del acompañante, y hará que todo lo que he escrito previamente sobre la mampara y la seguridad carezca de sentido.
Una condición sine qua non para obtener el permiso de tachero –más importante aún que manejar correctamente- es la de ser gran conversador, y lo que es más, opinólogo diplomado en multiplicidad de temas, tales como estado del tiempo, el fútbol, la inseguridad en las calles, bailando por un sueño, los Juegos Olímpicos, el IRPF
2 , la campaña de Barak Obama, su propio divorcio, el último partido Aguada-Goes, el toro Cleto, y la vida y obra del pasajero anterior. En estos casos, ni la propia mampara constituye un obstáculo para la verborragia del taxista: cuando esto sucede, el pasajero debe resignarse y soportar estoicamente sus opiniones acerca de los inspectores de tránsito, las escasas o nulas habilidades de todos los demás conductores que circulan por la calle o las bondades de los choripanes y las hamburguesas que preparan en el carrito de Colonia y Río Negro. Es en esos momentos que se comprende cabalmente la necesidad de que exista una mampara que impida que el pasajero estrangule al taxista.


Están también aquellos tacheros cuya función fundamental no es trasladar al pasajero, sino psicoanalizarlo: ofrecen su oreja solidaria –y entrenada por miles de viajes escuchando cuitas ajenas- para los pasajeros que más que por ir de un lugar a otro suben al taxi buscando alivio a sus penas, e incluso, orientación profesional para resolver sus problemas.
Los escasísimos tacheros que no entablan conversación (supongo que por estar recién operados de las amígdalas, o por ganar alguna apuesta), suelen llevar la radio encendida a todo volumen, y en el entendido que por culpa de la mampara el pasajero está imposibilitado de escuchar, suelen tener a bien instalar parlantes en la parte posterior del vehículo, de modo tal que una viaja treinta minutos con un parlante pegado en la nuca que emite a todo lo que da una cuidada selección de canciones de La Furia o de Juanes.
Muy curioso, por otra parte, resulta escuchar la trasmisión de la radio del taxi, esto es, la radio que comunica al conductor con la central. La operadora suele utilizar un código secreto que resulta incomprensible para los no iniciados en el culto, que envuelve al más rutinario y banal de los viajes en una atmósfera propia de una novela de John Le Carré.
Los taxis se pueden abordar directamente en la calle, o se los puede convocar por teléfono desde donde uno está. En el primero de los casos, es decir, si el presunto pasajero se encuentra en la vía pública, puede hacerle señas a un taxi que esté circulando (que denotará su condición de libre con un anuncio luminoso de color rojo situado en la parte inferior del parabrisas, a la derecha del conductor); la seña se hará extendiendo o elevando el miembro superior derecho. Habrá de tenerse en cuenta que existen numerosos puntos de la ciudad en los cuales se encuentran varios taxis detenidos a la espera de clientes. Estos lugares son conocidos como “paradas”, y las hay, por calificarlas de alguna manera, formales e informales. Las primeras suelen estar situadas en cruces concurridos o en las proximidades de hospitales, por ejemplo. Poseen una cabina pintada de color rojo claramente identificada, en la cual se refugian uno o varias personas que tienen como función abrir la puerta del taxi que uno va a abordar, si es que hay alguno cuando uno llega al lugar, o conseguir uno a como dé lugar, si es que no lo hubiere. Este servicio se compensará con algunas monedas, que abonarán tanto el pasajero como el taxista. Las paradas que di en llamar “informales” son aquellas en las que varios taxistas detienen sus vehículos esperando a que llegue un pasajero; suelen ubicarse en lugares concurridos, como puertas de cines, teatros o boliches nocturnos.

Cuando el viaje llegue a su fin, como es de cajón, se deberá abonar el costo del mismo, el cual estará determinado por el número de fichas que marque el taxímetro. El costo ya está preestablecido oficialmente, así que no hay más que proceder a pagar lo que estipula la tarifa. La transacción se hará a través de una pequeña trampa que comunica ambos compartimientos, si el pasajero optó por sentarse detrás, o directamente, si es que uno finalmente prefirió ir más cómodo sentado junto al taxista. Es de rigor dejar propina, so pena de ser beneficiado con una mirada de basilisco que enviará el taxista a través del espejo retrovisor.
Claro que no es nada barato viajar en taxi, pero seguramente, eso más que una señal distintiva de los taxis montevideanos sea una característica propia de todos los taxis del mundo.
Y con esto doy por terminado el décimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.


1 Sindicato Único de Automóviles con Taxímetro y Telefonistas
2 Impuesto a la Renta de las Personas Físicas