O cómo estoy a punto de concluir que no son ellos, soy yo
kkkk
Dado el éxito de mi anterior crónica "El camino hacia la ilustración está plagado de aventuras o cómo el destino sigue insistiendo en enviar señales sobre todo cuando una no cree en él" hoy retomo el relato de mis andanzas por las azarosas calles de Montevideo en busca de incrementar mi exiguo acervo cultural. En realidad, jamás fue mi intención hacer una segunda parte de aquella odisea –de hecho, había relatado dos infaustos viajes, ambos rumbo a la Feria del Libro, ambos en el 409-, decía, no tenía interés en convertir esas historias en el primer capítulo de una novela de acción, pero resulta que últimamente mi vida se está transformando en una road movie, así que heme aquí con la segunda (y tercera) parte de la aventura.
Resulta que un viernes por la tarde, me dirigía a la radio en el 409 -como no podía ser de otra manera- cuando en la parada siguiente a la mía subió nada menos que el Hombre Araña, Spiderman, L’Uomo Ragno, O Homem Aranha o como quieras decirle. Sí, así como lo estás leyendo: el propio superhéroe arácnido, con sus calzas, su máscara y todo. Inmediatamente le envié un mensaje de texto a Peter Parker, a ver qué estaba ocurriendo. El estimado Peter no tuvo mejor idea que llamarme para desmentir que fuera él. ¿Y cuál es el problema? Que el alter ego de Peter será un superhéroe pero no es omnisciente, y no puede saber que yo tengo un ogo, y no un celular "convencional", por lo que atender una llamada de teléfono implica colocarse el auricular, encenderlo y recién después hablar, lo que no es fácil, y mucho menos, rápido. Además, cuando una va con auriculares de los otros escuchando el reproductor de mp3 y corrigiendo escritos -sí, lo confieso, corrijo en los ómnibus; es más, podría decir que hice una carrera estudiando en el ómnibus y esto que ahora estás leyendo fue escrito parte en un 522 y parte en un 130-. Bueno, a todo esto, cuando yo sentí vibrar mi mochila (evidentemente, si me la paso puteando contra los ringtones ajenos, tengo mi propio artefacto en modo silencioso, y por lo tanto vibra) dejé de corregir, abrí la mochila, saqué el ogo, busqué y encontré el cuchuflete con auricular y micrófono, lo encendí, me lo coloqué, Peter ya había cortado hacía meses. Bueno, al final sí pudimos comunicarnos y me confirmó que él no iba en el 409, por lo que el pasajero vestido de arácnido era un mero impostor.
El pseudo Spiderman finalmente se bajó en el Centro (imagino que se trataba de ese señor que se viste así y se gana la vida sacándose fotos con los niños en los parques). Lo curioso es que a la vuelta de la radio, cuando hacía el viaje de regreso también en un 409, volví a encontrar al Hombre Araña a dos paradas de la mía, por lo que sospecho que debe tratarse de un vecino, y una sin saberlo.
¿Qué tiene que ver el encuentro con el Hombre Araña con el azaroso camino hacia la ilustración? Bueno, a eso iba. Llegué a casa, cambié mochila por cartera, me inyecté mi dosis vespertina de café con leche y salí como bólido para cumplir con mi dosis de cultura: en esos días tenía lugar el 8º Festival de Cine de Montevideo, y se exhibían unas 40 películas de los más diversos orígenes y géneros, de las cuales me interesaba ver unas 40, pero mi agobiada agenda me daba espacio para sólo un par, y el viernes a las 19.55 era uno de esos espacios, siempre y cuando anduviera a las corridas y tuviera mucha suerte con los ómnibus, dado que vivo bastante lejos de la radio y muy lejos del cine.
Así que salí disparada rumbo al Cine Casablanca, tras abordar un 468 y trasbordar luego a un 522; ambos viajes se produjeron sin incidentes... o casi. Cuando faltaban unas pocas cuadritas para llegar a 21 y Ellauri, el 522 cambió inopinadamente de rumbo... y desvió por causa de un acto partidario de la Lista 71, nada menos! (Por las opiniones que me merece el candidato Luis Alberto "Bruce Willis" Lacalle, ver entrada anterior en este mismo blog). Así que, caliente como un chivo, me bajé y entré a correr por 21.... hasta que llegué a la puerta del cine y entré como una tromba.
Ni bien traspuse la puerta del Casablanca, me di cuenta que había cruzado el umbral de la dimensión desconocida: me encontré en medio de una fiesta en donde todo el mundo conversaba animadamente con un vaso en una mano y un sánguche en la otra, y en donde ningún concurrente -salvo un fotógrafo de prensa joven y fuerte como cadenazo en los dientes- tenía menos de 65 años. Como pude, entre permisos y codazos me abrí paso entre efluvios de un Santa Rosa tinto -no llegué a oler qué variedad- sánguches de choclo y olímpicos, hasta que llegué a la boletería y me puse a hacer cola tras otras personas que estaban tan desconcertadas como yo.
Entre los participantes de esa especie de desfile de carnaval de gerontes, se encontraban conspicuas figuras como Taco Larreta y Yamandú Marichal; fue ahí que caí en la cuenta, mientras me sacaba una hoja de lechuga del ojo derecho, que el "evento" (qué palabra horrible) se debería seguramente al preestreno de “La ventana”, película protagonizada por el antes mencionado Taco.
Como pude, me fui abriendo paso hacia el baño, porque tengo instaurado el hábito de retocarme el maquillaje antes de entrar a ver una película. Cumplido el ritual, ingresé en la sala de cine, junto con una pareja de personas mayores, y ni bien traspusimos el umbral... ¡zas! Se hizo la oscuridad. Nos quedamos en la escalera lateral en la más negra de las noches, sin podernos ubicar... Bueno, no había problema, ni bien se iniciara la proyección, la luz de la pantalla iluminaría la sala y una podría ubicarse en un asiento sin pasar por el oprobio de sentarse en la falda de otro espectador. Bueno, sí había un problema, comenzó la proyección... si así puede llamarse a la emisión de audio. "¡A la pucha!" pensé. "Me metí en un radiocine". Por suerte, varias pautas publicitarias después, se arregló el inconveniente, y se hizo la luz. Pude sentarme al fin en un asiento vacío y alcanzar mi objetivo -tras haber superado nuevamente una serie de obstáculos que me dificultan el camino hacia la ilustración- de disfrutar de una estupenda película kazaka[1].
Bueno, una aventura con final feliz... Pero no todas son rosas en el camino de esta pobre aventurera en la búsqueda de la ilustración... o las rosas que encuentro están llenitas de espinas!
Para el sábado siguiente, con mis amigas Mónica y Laura habíamos decidido ir al teatro a ver “Los padres terribles”, obra de Jean Cocteau[2]; por las dudas, habíamos reservado localidades, ya que la obra contaba con muy buena crítica. El viernes anterior, por la tarde, escuché en la radio que se suspendían las funciones porque uno de los actores se había enfermado...! Les avisé a las chicas, y Mónica llamó al teatro para confirmar, por si acaso, y resulta que sí, que se habían suspendido las funciones del fin de semana. Bueno... cambio de planes. No importa, decidimos cambiar tablas por celuloide, y elegimos ver “El secreto de sus ojos”, dirigida por Juan José Campanella. El sábado nos embarcamos las tres en el rojito de Laura, y nos dirigimos otra vez al Casablanca... La cola de gente para sacar entradas llegaba al cordón de la vereda!!! Cuando la hora a la que estaba anunciado el comienzo de la película llegó, nosotras –y cien personas más- seguíamos en la fila, tomando el fresco de la tardecita primaveral.
Cualquier persona normal hubiera permanecido en la cola y hubiera sacado entradas para la función siguiente, anunciada para las 22.20, pero resulta que mis amigas son de hábitos más bien gallináceos, y a las 11 como mucho meten la cabeza bajo el ala y se duermen, así que más que seguro que se durmieran con los créditos iniciales de la película...
Terminamos la noche en el San Rafael, con una cena que no diré que fue opípara, pero que al menos sirvió para llenar el vacío cultural que la ausencia de teatro y de cine nos había provocado, dado que es un restaurante frecuentado por personajes de la cultura y la farándula vernáculas, tanto es así que estaban Susana Groisman y Milton Schinca[3] .
Ah... Las miniaturas de merluza con salsa tártara estaban buenísimas.
[1] O sea, originaria de Kazajstán. Se trata de “Tulpan”, dirigida por Sergei Dvortsevoy, y protagonizada por una serie de personas con nombres tan impronunciables como el del propio Sergei.
[2] No confundir con Jacques Cousteau, a menos que sean más incultos que yo.
[3] El “San Rafael” es el bar y restaurante a donde iba siempre Mario Benedetti.
Resulta que un viernes por la tarde, me dirigía a la radio en el 409 -como no podía ser de otra manera- cuando en la parada siguiente a la mía subió nada menos que el Hombre Araña, Spiderman, L’Uomo Ragno, O Homem Aranha o como quieras decirle. Sí, así como lo estás leyendo: el propio superhéroe arácnido, con sus calzas, su máscara y todo. Inmediatamente le envié un mensaje de texto a Peter Parker, a ver qué estaba ocurriendo. El estimado Peter no tuvo mejor idea que llamarme para desmentir que fuera él. ¿Y cuál es el problema? Que el alter ego de Peter será un superhéroe pero no es omnisciente, y no puede saber que yo tengo un ogo, y no un celular "convencional", por lo que atender una llamada de teléfono implica colocarse el auricular, encenderlo y recién después hablar, lo que no es fácil, y mucho menos, rápido. Además, cuando una va con auriculares de los otros escuchando el reproductor de mp3 y corrigiendo escritos -sí, lo confieso, corrijo en los ómnibus; es más, podría decir que hice una carrera estudiando en el ómnibus y esto que ahora estás leyendo fue escrito parte en un 522 y parte en un 130-. Bueno, a todo esto, cuando yo sentí vibrar mi mochila (evidentemente, si me la paso puteando contra los ringtones ajenos, tengo mi propio artefacto en modo silencioso, y por lo tanto vibra) dejé de corregir, abrí la mochila, saqué el ogo, busqué y encontré el cuchuflete con auricular y micrófono, lo encendí, me lo coloqué, Peter ya había cortado hacía meses. Bueno, al final sí pudimos comunicarnos y me confirmó que él no iba en el 409, por lo que el pasajero vestido de arácnido era un mero impostor.
El pseudo Spiderman finalmente se bajó en el Centro (imagino que se trataba de ese señor que se viste así y se gana la vida sacándose fotos con los niños en los parques). Lo curioso es que a la vuelta de la radio, cuando hacía el viaje de regreso también en un 409, volví a encontrar al Hombre Araña a dos paradas de la mía, por lo que sospecho que debe tratarse de un vecino, y una sin saberlo.
¿Qué tiene que ver el encuentro con el Hombre Araña con el azaroso camino hacia la ilustración? Bueno, a eso iba. Llegué a casa, cambié mochila por cartera, me inyecté mi dosis vespertina de café con leche y salí como bólido para cumplir con mi dosis de cultura: en esos días tenía lugar el 8º Festival de Cine de Montevideo, y se exhibían unas 40 películas de los más diversos orígenes y géneros, de las cuales me interesaba ver unas 40, pero mi agobiada agenda me daba espacio para sólo un par, y el viernes a las 19.55 era uno de esos espacios, siempre y cuando anduviera a las corridas y tuviera mucha suerte con los ómnibus, dado que vivo bastante lejos de la radio y muy lejos del cine.
Así que salí disparada rumbo al Cine Casablanca, tras abordar un 468 y trasbordar luego a un 522; ambos viajes se produjeron sin incidentes... o casi. Cuando faltaban unas pocas cuadritas para llegar a 21 y Ellauri, el 522 cambió inopinadamente de rumbo... y desvió por causa de un acto partidario de la Lista 71, nada menos! (Por las opiniones que me merece el candidato Luis Alberto "Bruce Willis" Lacalle, ver entrada anterior en este mismo blog). Así que, caliente como un chivo, me bajé y entré a correr por 21.... hasta que llegué a la puerta del cine y entré como una tromba.
Ni bien traspuse la puerta del Casablanca, me di cuenta que había cruzado el umbral de la dimensión desconocida: me encontré en medio de una fiesta en donde todo el mundo conversaba animadamente con un vaso en una mano y un sánguche en la otra, y en donde ningún concurrente -salvo un fotógrafo de prensa joven y fuerte como cadenazo en los dientes- tenía menos de 65 años. Como pude, entre permisos y codazos me abrí paso entre efluvios de un Santa Rosa tinto -no llegué a oler qué variedad- sánguches de choclo y olímpicos, hasta que llegué a la boletería y me puse a hacer cola tras otras personas que estaban tan desconcertadas como yo.
Entre los participantes de esa especie de desfile de carnaval de gerontes, se encontraban conspicuas figuras como Taco Larreta y Yamandú Marichal; fue ahí que caí en la cuenta, mientras me sacaba una hoja de lechuga del ojo derecho, que el "evento" (qué palabra horrible) se debería seguramente al preestreno de “La ventana”, película protagonizada por el antes mencionado Taco.
Como pude, me fui abriendo paso hacia el baño, porque tengo instaurado el hábito de retocarme el maquillaje antes de entrar a ver una película. Cumplido el ritual, ingresé en la sala de cine, junto con una pareja de personas mayores, y ni bien traspusimos el umbral... ¡zas! Se hizo la oscuridad. Nos quedamos en la escalera lateral en la más negra de las noches, sin podernos ubicar... Bueno, no había problema, ni bien se iniciara la proyección, la luz de la pantalla iluminaría la sala y una podría ubicarse en un asiento sin pasar por el oprobio de sentarse en la falda de otro espectador. Bueno, sí había un problema, comenzó la proyección... si así puede llamarse a la emisión de audio. "¡A la pucha!" pensé. "Me metí en un radiocine". Por suerte, varias pautas publicitarias después, se arregló el inconveniente, y se hizo la luz. Pude sentarme al fin en un asiento vacío y alcanzar mi objetivo -tras haber superado nuevamente una serie de obstáculos que me dificultan el camino hacia la ilustración- de disfrutar de una estupenda película kazaka[1].
Bueno, una aventura con final feliz... Pero no todas son rosas en el camino de esta pobre aventurera en la búsqueda de la ilustración... o las rosas que encuentro están llenitas de espinas!
Para el sábado siguiente, con mis amigas Mónica y Laura habíamos decidido ir al teatro a ver “Los padres terribles”, obra de Jean Cocteau[2]; por las dudas, habíamos reservado localidades, ya que la obra contaba con muy buena crítica. El viernes anterior, por la tarde, escuché en la radio que se suspendían las funciones porque uno de los actores se había enfermado...! Les avisé a las chicas, y Mónica llamó al teatro para confirmar, por si acaso, y resulta que sí, que se habían suspendido las funciones del fin de semana. Bueno... cambio de planes. No importa, decidimos cambiar tablas por celuloide, y elegimos ver “El secreto de sus ojos”, dirigida por Juan José Campanella. El sábado nos embarcamos las tres en el rojito de Laura, y nos dirigimos otra vez al Casablanca... La cola de gente para sacar entradas llegaba al cordón de la vereda!!! Cuando la hora a la que estaba anunciado el comienzo de la película llegó, nosotras –y cien personas más- seguíamos en la fila, tomando el fresco de la tardecita primaveral.
Cualquier persona normal hubiera permanecido en la cola y hubiera sacado entradas para la función siguiente, anunciada para las 22.20, pero resulta que mis amigas son de hábitos más bien gallináceos, y a las 11 como mucho meten la cabeza bajo el ala y se duermen, así que más que seguro que se durmieran con los créditos iniciales de la película...
Terminamos la noche en el San Rafael, con una cena que no diré que fue opípara, pero que al menos sirvió para llenar el vacío cultural que la ausencia de teatro y de cine nos había provocado, dado que es un restaurante frecuentado por personajes de la cultura y la farándula vernáculas, tanto es así que estaban Susana Groisman y Milton Schinca[3] .
Ah... Las miniaturas de merluza con salsa tártara estaban buenísimas.
[1] O sea, originaria de Kazajstán. Se trata de “Tulpan”, dirigida por Sergei Dvortsevoy, y protagonizada por una serie de personas con nombres tan impronunciables como el del propio Sergei.
[2] No confundir con Jacques Cousteau, a menos que sean más incultos que yo.
[3] El “San Rafael” es el bar y restaurante a donde iba siempre Mario Benedetti.
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