viernes, 29 de agosto de 2008

Nostalgias...


Si hay algo que ha cambiado radicalmente desde que yo era niña hasta ahora, es el mundo. No porque yo tenga taaaaantos años, sino porque un buen día me desperté en medio de la revolución tecnológica. Entonces, ese mundo que era más o menos igual desde hacía décadas, se transformó en otra cosa. La aldea global, se dijo en un momento. Y una fue tratando de adaptarse, y en eso está. Y hay gente que decidió quedarse como estaba, y ahí sigue, como si estuviera detenida en el tiempo, cuando no militando en contra de lo inevitable.
La cuestión, sin embargo, que más se ha modificado, en mi modesta opinión, es la de la infancia. Ser niño no es lo que era. Y a eso voy. Mi infancia, esencialmente, no difirió demasiado de la de mis padres, a excepción de la presencia de la televisión, porque yo pude disfrutar todo lo que brinda esa maravillosa tecnología en cuatro canales y a todo blanco y negro. No todo el día, claro, primero porque los canales no operaban las 24 horas, cómo se te puede ocurrir, sino porque en gran parte de mi niñez, durante la dictadura, la tele empezaba como a las 6 de la tarde (no sé bien a qué hora terminaría, porque me tenía que acostar temprano, como hacíamos los niños antediluvianos). Pero además, una no miraba demasiado la tele porque programas para niños había muy pocos (dibujitos animados, básicamente, y Cacho Bochinche; el Chavo llegó cuando yo tenía como 10 años) y porque jugábamos afuera.
Los niños ahora conviven con varios televisores (me olvidé de decir que antes lo usual era tener un solo televisor por casa, ubicado en el living) obviamente en colores, con una amplísima variedad de canales (¿Cuántos hay? ¿Cien?) durante todo el día y con una enorme diversidad de programas para ellos. Bueno, hay una cantidad de canales para niños, con programas específicamente para público infantil, y por supuesto, con toneladas de publicidad dirigida hacia los pequeños consumidores. Así es que nenes que aún no caminan ni hablan conviven con los Backyardigans, Bob el constructor, Dora la exploradora, Hi 5 y Lazy town. Aprenden los colores, la hora, a contar, a comer saludablemente, a reciclar, a hacer ejercicio físico, a reconocer notas musicales, a lavarse los dientes... Y eso está buenísimo, claro... pero la infancia queda limitada por una pantalla de 21 pulgadas. Y a eso agreguemos que los gurises nacen con un mouse en una mano y un joystick de playstation en la otra (estimado lector: si no has entendido esta última metáfora, te recomiendo que te agarres fuerte, porque de lo contrario, en el próximo giro del planeta, te caés.) Y los teléfonos celulares, que cada niño tiene el suyo, y si no lo tiene, en breve Papá Noel o los Reyes se encargarán de solucionar esta carencia.
Entonces... volvemos a lo que planteé en el comienzo: nada ha cambiado más que la condición de niño. Una fue niña de vereda y de patio, de tres meses de vacaciones de verano al aire libre, compartidas con los chiquilines de la cuadra, con la única condición impuesta de ser niño y tener ganas de jugar, corriendo carreras de bicicletas -sin que importara la marca ni nada, bastaba con tener una, propia o prestada- haciendo guerrillas de agua, jugando a la escondida metiéndose en jardines vecinos, jugando a ladrones y policías... Saltar a la cuerda, jugar a la rayuela, a la ronda, a Martín pescador me deja pasar... O juntar unas piedras y jugar a la payana... Nunca jugué a la tapadita ni a la bolita, esas eran cosas de varones... Sí juntaba figuritas... Del álbum “Vida y Color”, por ejemplo, o del de Disney, que tenía figuritas con brillantina.
Teníamos patio grande, con un parral de glicinas, donde estaban el tobogán que me habían traído los Reyes y la hamaca hecha por un tío para uno de mis primos, que después fue mía, y después de mi prima, y después.... El tobogán servía también para jugar a las casitas, y hacíamos unos tés verdes con las hojas de la glicina. Cuando llovía, o en el invierno, cuando había que quedarse adentro, unas cuantas hojas y unas crayolas, y ya estaba, o las muñecas, a las que les hacía ropita con mamá, o la casita de muñecas que me había hecho mi viejo (recuerdo claramente el inodoro que había tallado en espuma plast, así chiquitito); los juegos de mesa, las damas, el ludo, las cartas... los rompecabezas y los juegos de encastre (al día de hoy me siguen fascinando los puzzles) y, por supuesto, leer (siguen siendo mis mejores vacaciones, estar panza arriba leyendo), aquellos libros de la Colección Robin Hood, de tapa dura amarilla... “Mujercitas”, “Aquellas mujercitas”, “Hombrecitos”, “Los muchachos de Jo”... O los de Julio Verne, o los de Alejandro Dumas (éstos tenían cubiertas como de papel con dibujos muy coloridos, muy ajadas por las decenas de manos de parientes de generaciones previas que los habían leído...) o los que nos prestaban en la escuela... “El mago de Oz” lo leí así... Y las revistas, por supuesto! Toneladas de Patoruzito, el Pato Donald o lo que fuera. A los 12 años una llevaba leídas miles y miles de páginas. Y mi tía, divina ella, que cuando estuve con varicela me leyó “Alicia en el país de las maravillas” todo de un tirón...
¡Y las cometas! En otras partes se llaman barriletes, y en el litoral uruguayo, vaya a saber uno por qué razón, pandorgas... Se podían comprar, claro, pero eran mejores las que hacíamos nosotros con cañas cortadas en el campito de enfrente, y que morían irremediablemente enredadas en los cables de la luz al poco rato de remontar vuelo...
Mis tías abuelas vivían en una quinta en La Tablada (donde ahora es el complejo de viviendas Verdisol, cerca de los accesos a las rutas 1 y 5, y de la planta de Ancap, hace 30 años eso era todo campo, y no me equivoqué, dije 30 y no 300) en donde primero mi abuela y sus hermanos, después mi mamá y los suyos y sus primos, y luego mis primos y yo jugamos entre las viñas y los pastizales, y andábamos en carretilla, y nos trepábamos a los árboles. ¡Y andar en la caja del camión de mi tío Adolfo! Toda una aventura. Por no decir lo de andar en tren, que un viaje de Montevideo a Minas llevaba el mismo tiempo que si se iba caminando...
Entonces, cuando veo ahora a los niños estresados con tantas actividades extracurriculares, niños obesos o con sobrepeso, niños hipertensos, niños con tendinitis por el excesivo uso del mouse y del joystick, niños con anorexia o con bulimia... me viene tremenda nostalgia. Y por eso, cuando veo a unos gurises corriendo atrás de una pelota en algún campito, o una cometa que se remonta allá en lo alto, o me encuentro con una rayuela dibujada en una vereda, creo que los almanaques decidieron rebelarse ante la revolución digital y se pusieron a dar vueltas y más vueltas para atrás...

viernes, 22 de agosto de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay – Episodio XI Costumbres uruguayas, quinta parte: La Noche de la Nostalgia


Según me acabo de desasnar con el Diccionario de la Real Academia Española, nostalgia significa “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. Es decir, que tiene una clara connotación negativa, lo cual es condición más que suficiente para que un uruguayo considere a la nostalgia merecedora de festejo. Sí, avispado lector, no me equivoqué: los uruguayos festejamos la nostalgia. Nos encanta recordar lo felices que fuimos en un pasado glorioso, mientras nos revolcamos en las angustias de un decadente presente.
Esta curiosa costumbre se originó allá por fines de los años 70, cuando en la radio (AM, por supuestísimo, la FM era casi un exotismo) había un programa muy exitoso que pasaba música vieja. El conductor (Pablo Lecueder) nos tenía enamoradas a todas las féminas... Cada vez que decía “¿...a dónde ibas, con quién salías cuando ésta era tu música?” a una se le subía la concentración de hormona luteinizante hasta alcanzar niveles tóxicos. Este buen hombre organizó en una discoteca de moda por esos tiempos (¿o se diría boîte?) una fiesta en la víspera del feriado de la Declaratoria de la Independencia, en donde sólo se pasó música vieja. Cómo le habrá ido que la cuestión se oficializó por ley: la noche del 24 de agosto es la Noche de la Nostalgia.
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Treinta años después no existe en el Uruguay discoteca, pub, sala de fiestas, milonga, cabarute, club de barrio y sociedad agrícola en donde no se arme un bailongo esa noche. Si hasta en el hipódromo se hace tremenda fiesta... Imagino que allí la música consistirá básicamente en tangos de temática burrera de la década del 30, pero no me consta.
La Noche de la Nostalgia es el día que más gente se moviliza en todo el país (exceptuando los días de elecciones, porque si hay algo que a los uruguayos nos gusta más que festejar lo deprimentes que somos es votar). La cantidad de dinero que cambia de dueño esa noche alcanzaría para saldar la deuda externa y prestarles plata a los vecinos, porque no hay caso: ir a deprimirse resulta carísimo. Los que se ponen muy contentos, en cambio, son los escoceses, los franceses y los cultivadores de cebada y de lúpulo de diversas regiones del mundo, porque en una sola noche venden toda su producción de whisky, champaña y cerveza a los sedientos y nostalgiosos uruguayos.
La cuestión más o menos es así: primero hay que decidir a dónde se quiere ir; luego, conseguir un préstamo en alguna institución bancaria, para comprar las entradas –se recomienda al menos un mes de anticipación-. Chequeo médico completo, en particular con cardiólogo y reumatólogo. En la propia jornada del 24, faltar al trabajo para dormir una buena siesta y producirse adecuadamente, porque no es cuestión de ir así nomás a la fiesta más importante del año; más bien hay que parecerse a una celebridad de Hollywood en la ceremonia del Oscar (válido para ellas y ellos). Llegada la noche, los interesados se dirigirán en pareja o en grupo de amigos a la fiesta elegida, y allí procederán a bailar con total desenfreno y falta de decoro cual Travoltas enfervorizados, al son de “...fíver náit, fíver náit, fíver...”, sin importar lo prominente del abdomen o lo incipiente de la calvicie.
Existen distintos tipos de fiestas, para casi todos los gustos (para los que no les gustan las fiestas, no organizan ninguna) y para casi todos los bolsillos (claro, hay quienes sienten nostalgia de cuando aún tenían algo en los bolsillos). Básicamente, se reconocen tres clases bien definidas de fiestas, que detallo a continuación:

Opción 1: That’s the way I like it
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En estas fiestas predominan el rock, el pop, el reggae y la música disco, fundamentalmente de origen británico y estadounidense, aunque no exclusivamente. La música va desde Elvis Presley a U2, de Creedence a Donna Summer, de los Beatles a Madonna, de Bob Marley a los Ramones, de Queen a AC/DC. El público asistente cantará todas las canciones, sin importar en lo más mínimo el completo desconocimiento de la lengua de Mick Jagger. Es de rigor el segmento dedicado a los insufribles Village People, y será el punto más alto de la fiesta la interpretación de la canción “YMCA” (guai-em-ci-ei) que será bailada respetando la coreografía de zangolotear los brazos en el intento de formar las letras de la sigla. Infaltable será también el segmento de rock argentino, en donde serán imprescindibles las canciones “Tirá para arriba” de Miguel Mateos, ocasión que aprovechará la concurrencia para quitarse alguna prenda y tirarla para arriba en el estribillo, y “No me dejan salir” de Charly García, en donde será obligatorio corear “jodete por boludo” cada vez que el músico afirme su imposibilidad de egreso. Ya muy avanzada la madrugada, vendrá el segmento de “las lentas”; en esta ocasión, las parejas aprovecharán para fundir sus cuerpos en uno, de forma tal de ocupar una baldosa de 20 X 20 cm, y al son de la insoportable “Hotel California” intentarán revivir antiguos ardores que sintieron varias décadas y varios divorcios atrás.

Opción 2: Qué suerte (jajajajá) que esta noche voy a verte
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Estas fiestas apuntan a un público mayor; allí el veteranaje, adecuadamente provisto de analgésicos y antiinflamatorios sacudirá la prótesis de cadera al son de las canciones del Club del Clan y otros ídolos de la porteñada de los años 60 y 70. Con suerte, podrán ver actuar en vivo a Lalo Fransen o a Donald, que una vez al año abandonan la cubeta de formol en la que viven y cruzan el charco para hacerse unos mangos en esta orilla. Infaltables serán “... tú tienes una sonrisa contagiosa, pero tu pelo es un desastre universal...”, “...el camaleón, mamá, el camaleón, cambia de colores según la ocasión...”, “...las olas y el viento, sucundún sucundún y el frío del mar, yalalalalalá...” y “...fuiste mía un verano, solamente un verano...” Los concurrentes a este tipo de fiestas suelen terminar en la emergencia de algún hospital, por sobredosis de adrenalina. Al día siguiente, los encargados de acondicionar el local encontrarán más de una peluca y más de una dentadura postiza perdidas entre las serpentinas y el papel picado.

Opción 3: Mira cómo se menea
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Los amantes de la música tropical van a sitios en donde pueden menear sus caderas enfundadas en ajustadísimos pantalones (de preferencia, blancos para los caballeros, rojos para las señoras; en este último caso, se admite también la microfalda) al son de los grandes éxitos pseudo-tropicales tanto uruguayos como argentinos (ni se les ocurra pasar música cubana, colombiana, panameña o dominicana, por favor). En el mejor de los casos, se escucharán canciones de los Wawancó (¿Quién no bailó alguna vez aquello de “...¿qué le pasa qué le pasa a mi camión, qué le pasa qué le pasa que no arranca...?”), Combo Camagüey, Sonora Borinquen, Karibe con K, Los Fatales, L’Auténtika, Sombras, Ricky Maravilla y Pocho La Pantera. No podrán faltar los sentidos homenajes a Gilda y a Rodrigo, como es de rigor.

Confieso que yo elijo quedarme en casa. Supe ir alguna vez, encantada de la vida, hasta que entendí que la música que ya era de dudosa calidad en su origen no puede ser mejor 40 años después. Y supongo que la gente que sale a bailar en la Noche de la Nostalgia en realidad no disfruta todo lo que escucha y baila (¿A alguien le gusta realmente Boney-M????) sino lo que le gusta es creerse, por un rato, que todo tiempo pasado fue mejor, lo cual no es cierto, por supuesto; seguramente lo mejor era tener 20 años en lugar de 49, pero ésa, es otra historia.

Y con esto doy por terminado el undécimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.





1 Ley N° 17.825 del 10 de septiembre de 2004
2 “That’s the way (I like it)”: Ese es el modo en que me gusta, o así es como me gusta, canción de 1975 de KC and The Sunshine Band
3 “¡Qué suerte!”, canción compuesta por Chico Novarro y Palito Ortega en ¿1964? e interpretada por Violeta Rivas
4 Verso de la canción “Violeta” de Alcides; desconozco el año (¿1990, quizás?)

viernes, 15 de agosto de 2008

Guía práctica para conocer el Uruguay – Episodio X : El transporte público en Montevideo: los vehículos equipados con taxímetro

Si tuviera que elegir una única cosa como señal de identidad de una ciudad, creo que elegiría sus taxis. Pero como nadie me obliga a semejante pavada, en este nuevo episodio de la Guía me referiré a los taxis de Montevideo porque tengo ganas. Además, en el episodio IV publicado el 18 de abril de este mismísimo año me había referido a otro medio de transporte capitalino, el ómnibus, y tengo miedo que vengan los muchachos del SUATT1 a reclamarme.
En Montevideo, los taxis pertenecen a empresas particulares, pero están regulados por la Intendencia Municipal. Los vehículos equipados con taxímetro, por tanto, siguen ciertas pautas que les son comunes. Por decir una, están uniforme y horrorosamente pintados de amarillo y negro, y llevan sobre sus testas una especie de sombrerito –cual cofia almidonada de mucamita de vodevil- en donde dice la palabra TAXI en letras negras sobre fondo blanco. Ese sombrerito se enciende por las noches, lo que lo vuelve claramente distinguible de lejos, tal como un bicho de luz en época de apareamiento.
En mi infancia, los coches equipados con taxímetro eran todos Mercedes Benz (y no es joda). Varias crisis económicas después, son Fiat o Volkswagen en la mayoría de los casos, lo que ha reducido los costos, pero también los tamaños. Están obligados a tener mampara, esto es, una muralla inexpugnable que separa los asientos delanteros de los posteriores, que, como es obvio, se le agrega al vehículo después de armado, lo que reduce considerablemente el espacio destinado a las rótulas de los pasajeros que se sienten detrás.
La mampara tiene por objetivo proteger al conductor –taxista, taximetrista o “tachero”- de posibles atracos. Lo cierto es que la seguridad de los obreros del volante ha aumentado en forma inversamente proporcional a la comodidad de los pasajeros. Así que patilargos, quedan advertidos.
Claro que la mampara, además de proteger, insonoriza: algunos taxis tiene una especie de sistema de amplificación, pero los que no, obligan a taxista y pasajero a poner a prueba sus respectivas cuerdas vocales, gritando cosas tales como: “¿A DÓNDE?” “A OCHO DE OCTUBRE Y ABREU” “¿A OCHO DE OCTUBRE Y QUÉ?” “¡Y ABREU!” “¿VAMOS POR PROPIOS?” “SÍ” “PERDÓN: ¿QUÉ ME DIJO?” y así hasta que el pasajero opta por emplear el lenguaje de señas, o se baja totalmente disfónico y se toma un ómnibus. Es decir que si uno pretende viajar cómodo y/o mantener una conversación con el taxista, por cuestiones de salud ósea y laríngea deberá ocupar el asiento del acompañante, y hará que todo lo que he escrito previamente sobre la mampara y la seguridad carezca de sentido.
Una condición sine qua non para obtener el permiso de tachero –más importante aún que manejar correctamente- es la de ser gran conversador, y lo que es más, opinólogo diplomado en multiplicidad de temas, tales como estado del tiempo, el fútbol, la inseguridad en las calles, bailando por un sueño, los Juegos Olímpicos, el IRPF
2 , la campaña de Barak Obama, su propio divorcio, el último partido Aguada-Goes, el toro Cleto, y la vida y obra del pasajero anterior. En estos casos, ni la propia mampara constituye un obstáculo para la verborragia del taxista: cuando esto sucede, el pasajero debe resignarse y soportar estoicamente sus opiniones acerca de los inspectores de tránsito, las escasas o nulas habilidades de todos los demás conductores que circulan por la calle o las bondades de los choripanes y las hamburguesas que preparan en el carrito de Colonia y Río Negro. Es en esos momentos que se comprende cabalmente la necesidad de que exista una mampara que impida que el pasajero estrangule al taxista.


Están también aquellos tacheros cuya función fundamental no es trasladar al pasajero, sino psicoanalizarlo: ofrecen su oreja solidaria –y entrenada por miles de viajes escuchando cuitas ajenas- para los pasajeros que más que por ir de un lugar a otro suben al taxi buscando alivio a sus penas, e incluso, orientación profesional para resolver sus problemas.
Los escasísimos tacheros que no entablan conversación (supongo que por estar recién operados de las amígdalas, o por ganar alguna apuesta), suelen llevar la radio encendida a todo volumen, y en el entendido que por culpa de la mampara el pasajero está imposibilitado de escuchar, suelen tener a bien instalar parlantes en la parte posterior del vehículo, de modo tal que una viaja treinta minutos con un parlante pegado en la nuca que emite a todo lo que da una cuidada selección de canciones de La Furia o de Juanes.
Muy curioso, por otra parte, resulta escuchar la trasmisión de la radio del taxi, esto es, la radio que comunica al conductor con la central. La operadora suele utilizar un código secreto que resulta incomprensible para los no iniciados en el culto, que envuelve al más rutinario y banal de los viajes en una atmósfera propia de una novela de John Le Carré.
Los taxis se pueden abordar directamente en la calle, o se los puede convocar por teléfono desde donde uno está. En el primero de los casos, es decir, si el presunto pasajero se encuentra en la vía pública, puede hacerle señas a un taxi que esté circulando (que denotará su condición de libre con un anuncio luminoso de color rojo situado en la parte inferior del parabrisas, a la derecha del conductor); la seña se hará extendiendo o elevando el miembro superior derecho. Habrá de tenerse en cuenta que existen numerosos puntos de la ciudad en los cuales se encuentran varios taxis detenidos a la espera de clientes. Estos lugares son conocidos como “paradas”, y las hay, por calificarlas de alguna manera, formales e informales. Las primeras suelen estar situadas en cruces concurridos o en las proximidades de hospitales, por ejemplo. Poseen una cabina pintada de color rojo claramente identificada, en la cual se refugian uno o varias personas que tienen como función abrir la puerta del taxi que uno va a abordar, si es que hay alguno cuando uno llega al lugar, o conseguir uno a como dé lugar, si es que no lo hubiere. Este servicio se compensará con algunas monedas, que abonarán tanto el pasajero como el taxista. Las paradas que di en llamar “informales” son aquellas en las que varios taxistas detienen sus vehículos esperando a que llegue un pasajero; suelen ubicarse en lugares concurridos, como puertas de cines, teatros o boliches nocturnos.

Cuando el viaje llegue a su fin, como es de cajón, se deberá abonar el costo del mismo, el cual estará determinado por el número de fichas que marque el taxímetro. El costo ya está preestablecido oficialmente, así que no hay más que proceder a pagar lo que estipula la tarifa. La transacción se hará a través de una pequeña trampa que comunica ambos compartimientos, si el pasajero optó por sentarse detrás, o directamente, si es que uno finalmente prefirió ir más cómodo sentado junto al taxista. Es de rigor dejar propina, so pena de ser beneficiado con una mirada de basilisco que enviará el taxista a través del espejo retrovisor.
Claro que no es nada barato viajar en taxi, pero seguramente, eso más que una señal distintiva de los taxis montevideanos sea una característica propia de todos los taxis del mundo.
Y con esto doy por terminado el décimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.


1 Sindicato Único de Automóviles con Taxímetro y Telefonistas
2 Impuesto a la Renta de las Personas Físicas

viernes, 8 de agosto de 2008

aDORAble

Aquí está junto a mí, inocente, serena y ronroneante como una gata castrada. Pero siempre amenazadora. Es la adorable amansadora de mis vértigos, de mis aceleraciones... hasta que se vuelve enloquecedora. Porque yo la amo, la necesito, no puedo existir sin ella, no quiero vivir sin ella. Estoy aquí gracias a ella. Y lo sabe. Se lo hago saber. La mimo. La cuido. Me preocupo por ella. Pero ella es así. Inestable. Sufre ataques de pánico. A veces, se paraliza. Y a veces tiene convulsiones. Es bipolar. Fóbica. Psicótica. Comete errores imperdonables. E irreparables. La detesto. Es una depredadora. Devoradora de mi hígado. Abrumadora. Me miente. Me dice que no lo volverá a hacer. Embaucadora. Le creo. Porque soy adicta a ella . No puedo vivir sin ella. Y puteo, grito, le pego un piñazo a la pared, me muerdo los nudillos, lloro, me humillo. Si ella supiera la increíble sensación de poder que me da el sentirme humillada, dominada. Se invierten los roles. La sumisa domina a la dominadora. Porque sin mí, ella no es nada. Sólo un cuerpo. Sólo lo material, lo visible. Fría, impasible. Casi inerte. Es mi deseo el que ella cumple. El mío, no el de ella. Cumple mi voluntad. Porque yo doy las órdenes. Ella sabe quién manda. Aunque se rebele. Aunque me haga la vida imposible. Es una simbiosis. Ya no hay vuelta atrás. Ella depende de mí, que dependo de ella. Yo dependo de ella, que depende de mí. Una simbiosis sadomasoquista. Yo no estaría aquí sin ella, ella no es nada sin mí. Porque sólo mi toque la enciende. Sólo mis dedos son capaces de provocar que ella se abra como una flor, que estalle en mil colores, que vibre, que gima. Porque sólo yo sé qué secretos esconde. Sólo yo conozco la clave reveladora, develadora de su arcano. Porque ella es mía. Adorable. Mi adorable computadora.