sábado, 16 de enero de 2010

Acerca de la necesidad de convertirme en propietaria de una parrilla

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La serie de acontecimientos que leerán a continuación probablemente haya tenido su origen hace más de 30 años, cuando yo era una niña y nos mudamos a lo que en ese entonces era la "casa nueva".
Como es obligatorio para todo ciudadano oriental que constituya domicilio en el territorio de la República y el inmueble posea al menos dos metros cuadrados de terreno, hay que dotar al mismo de un parrillero, so pena de expatriación sin derecho a pataleo. Es más, la mayoría de las personas que compran un terreno en cualquier lugar del país, primero construyen el parrillero, y recién después, si les quedan plata y ganas, pensarán en construir la casa.
La cuestión fue que a poco de mudarnos, se le encargó a Sosa que construyera el parrillero, y así lo hizo, con leñera, mesada y todo. El parrillero tuvo su uso, tal vez dos o tres veces, porque mi viejo, hay que decirlo, así como se las arregla estupendamente bien en cuestiones de olla y de horno, no es muy aficionado a andar entre brasas y humos.
Así fue que el parrillero cayó en desuso, al menos como tal, porque resultó practiquísimo como alacena para guardar de todo, función que continúa cumpliendo hasta el día de hoy, amén de servir de apoyo a una enredadera que envuelve toda su pared posterior y rodea su chimenea. Esto implicó que me crié sin tener más experiencias en parrillas que aquellas emanadas de esporádicos almuerzos en el Mercado del Puerto.
Ahora bien, hace poco más de un año, nos  encontrábamos con mi madre en la reunión de las primas (así se le denomina a la ocasión anual en la que toda la parentela de mi madre se reúne, y como a estas alturas sobreviven prácticamente sólo las mujeres, que siempre fueron más, justo es decirlo, resulta una reunión de mujeres que son todas primas entre sí, y a ella se invita a la generación siguiente, que oh caramba, es mayoritariamente femenina, o sea mis primas y yo. No me queda claro si mis primos no son invitados o no se animan a ir, pero me estoy yendo del tema). Bueno, en esa ocasión las primas habían decidido que se hicieran chorizos y hamburguesas a la parrilla... muy rico todo, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato?
En un arrebato, probablemente provocado por el derretimiento cerebral que en esos momentos sufría por causa del calor imperante, me ofrecí, y bajo el lema "tan difícil no debe ser", arranqué para el parrillero de Lucy.
Fue así que aquel mediodía, con una temperatura de 30º C -antes de encender el fuego- y acompañada por una botella del vermú casero que hace mi tía Coca, me dispuse a inciarme en el mundo de la cocción a las brasas. Tan mal no me fue, según parece, porque nadie se quejó, o al menos yo no me enteré.
Poco después,  durante la cena de Nochebuena, expuse ante mi familia la idea de hacer algo a la parrilla para la cena de Fin de Año, cosa que fue aceptada de inmediato. Claro que yo por "hacer algo a la parrilla" entendía unos choricitos y unas morcillitas, a lo sumo unas tiritas de asado, pero mi viejo entendió otra cosa, y compró algunas cositas más, como chinchulines, pulpón, pollo -viste que a tu madre la carne no le gusta mucho- un trozo de cordero y uno de cerdo -porque tu tía siempre dice que tiene ganas de comer cerdo- todo ello para cuatro (sí, cuatro, no cuatrocientas) personas. Por mi parte, yo me había agenciado algunas hortalizas para hacer a la parrilla, así que me enfrentaba al reto de cocinar una enorme variedad de alimentos -todos ellos con distintos puntos de cocción- sin tener ni la más mínima cultura parrilleril.
Debo señalar que no me temblaron las piernas ante el desafío, ni aún cuando vi el estado de las parrillas chuecas y oxidades que habían permanecido en el olvido durante 30 años: estaba dispuesta a defender mi honroso antedente, o a perecer en la hoguera.
Comencé temprano con los preparativos, que incluyeron preparar el aderezo, agenciarme una nueva botella de vermú casero -esta vez hecho por mi tía Mima-, ponerme la ropa más zarrapastrosa que encontré, a sabiendas que en breve el humo y las cenizas me envolverían, sujetarme el cabello con una bandana cual groupie de los Guns'n'Roses, y embadurnar mi rostro con abundante crema humectante.
El resultado final superó las expectativas aún de los más entusiastas: todo estaba en su punto, jugoso para el que prefiere que la vaca muja, cocido para quienes prefieren la ingesta de suela, los chinchulines crocantes, los zucchini sabrosos... Claro, comimos parrillada como hasta el 29 de feberro, que hubo que agregárselo al almanaque porque febrero se terminaba y las morcillas dulces no.
Tras el éxito obtenido, decidí repetir el domingo de Semana de Turismo, con menos cantidad de productos, pero con resultados igualmente positivos.
Evaluando posteriormente las antedichas experiencias, llegué a varias conclusiones: 1) hacer una buena parrillada no es tan difícil, que me disculpen los teóricos de la tripa gorda, y yo soy la prueba viviente de que cualquier imbécil puede hacerla con resultados aceptables; 2) nunca es tarde para descubrir talentos que una creía que no poseía, ni para descubrir vocaciones, porque me doy cuenta que podría ser completamente feliz con un mediotanque y vendiendo chorizos y pulpón en la vereda en ugar de seguir intentando educar a las generaciones futuras; 3) necesitaba una parrilla nueva, porque aquellos pedazos de hierro oxidados y retorcidos no daban para más.
Tras haber elaborado la tercera de las conclusiones, comencé a indagar a efectos de conseguir una nueva parrilla; así fue que en la feria de los domingos de La Teja (ver crónica de dos semanas atrás) di con un señor que hace y vende unas parrrillas estupendas, y que me hizo una preciosa, con su correspondiente quemador, a la medida de mi parrillero, y a un precio razonable. Ambos artilugios fueron convenientemente estrenados el 25 de diciembre, con una nueva parrillada de carnes y hortalizas, y vueltos a utilizar el 1º de enero con unas corvinas y unas papas a las brasas.
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Y por aquí voy dejando esta crónica, porque va siendo hora de ir arrimando unos tronquitos para empezar el fuego...

(Por pedidos, comunicarse al 0800-molleja; descuentos especiales para usuarios de Blogger.)
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sábado, 9 de enero de 2010

Acuérdate de no olvidarte



En la columna del sábado pasado abordé –o sobrevolé, más bien- el tema de las ferias en Montevideo, en el entendido que “feria” es un mercado de frutas, hortalizas, productos de granja y cuanta cosa se le ocurra a una, o no se le ocurra, porque personalmente jamás pensaría en vender mi dentadura postiza, o será que carezco de ella. ....


Ahora, en Montevideo -y en otras partes, claro- hay otro tipo de ferias: una de las buenas tradiciones de esta ciudad, desde hace casi medio siglo, es la feria de libros y grabados del Parque Rodó. Por supuesto que, como nos suele pasar en Uruguay con los nombres, en la feria de libros y grabados se exponen y venden montones de otras cosas, y entre ellas, si tenemos suerte, algunos libros y grabados.

Esta feria comenzó en el año 1961, a instancias de la poetisa Nancy Bacelo, una especie de hada madrina combativa, que peleó toda su vida por abrirle un espacio a diferentes creadores, poetas, escritores, dibujantes. Durante 47 años, Nancy siguió promoviendo esta feria, que fue resistida por “los de arriba” vaya a saber por qué razones -a mí se me ocurren dos o tres de esas razones, pero no sé si serán- pero que se ganó un lugar en la agenda de los montevideanos al llegar diciembre. La Feria fue mudándose, del Palacio Municipal a un predio de Bulevar Artigas y Rivera, de la Plaza Gomensoro al Parque Rodó, donde parece que llegó para quedarse. Con el lema de “acuérdate de no olvidarte” y la entrega de jazmines, Nancy abrió tesoneramente SU Feria, hasta el día de su muerte.

La muerte de Nancy, sin embargo, dejó viva la idea, y es así que desde hace dos años la feria sigue viva en el Parque, con otro nombre, pero con el mismo espíritu.

Aquí comparto con ustedes algunas fotos de mi recorrida por Ideas +:




El lema de Nancy dice presente
jjj


Los puestos de artesanías comienzan a armarse...
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En la feria también hay recitales: aquí vemos al músico
Alejandro Ferradás haciendo la prueba de sonido
(no pude quedarme al toque porque una contractura muscular
de €#$&#% me hizo huir despavorida)
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Bueno, en la antigua feria del libro también se venden libros, cómo no
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Los paseantes comienzan a ver qué hay...
La feria siempre fue un buen lugar para dejar
 la carta para Papá Noel o los Reyes Magos
 (¡Pucha! Me olvidé de dejar la mía!)
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El dibujante e historietista Nicolás Peruzzo intenta convencer al guionista
Rodolfo Santullo de que compre su ejemplar de "Super Navidad Oriental";
Santullo no está nada convencido
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Ignoro qué efecto causa bañarse con uno de estos jabones locos;
como tengo bastante con mis neurosis, no me animé a probar
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Un puesto de remeras vintage, para los nostálgicos de revoluciones varias
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sábado, 2 de enero de 2010

La Biblia y el Calefón



Según la primera acepción del Diccionario de la Real Academia, una feria es un “mercado de mayor importancia que el común, en paraje público y días señalados”. Ah, bueno, debe ser la primera vez que respetamos el significado de algo, porque por estos lares somos muy dados a decirles de una determinada manera a cosas que en realidad se llaman de un modo totalmente diferente.



En Montevideo hay ferias en distintas partes de la ciudad, que se desarrollan semanalmente, según cronograma preestablecido. Las ferias están reguladas por la intendencia Municipal, con la misma eficiencia con la que se regula casi todo en este país: un montón de feriantes tienen un sitio asignado, están registrados, pagan impuestos, y otro montón no hacen nada de eso, pero allí están.


Las ferias más célebres -por muy distintas razones- son la de Tristán Narvaja, la de Villa Biarritz y la de Piedras Blancas, y en los últimos años, ha ganado fama la del Parque Rodó, y en muchos barrios también se organizan ferias que no serán tan renombradas, pero gozan de cierto prestigio zonal.


Ahora bien, yo no soy asidua de ninguna feria, ni tengo desarrollada una cultura de feria; décadas atrás abastecía mi biblioteca en Tristán Narvaja y me vestía en Villa Biarritz, pero reconozco que hace mucho que no voy a ninguna de las dos.


La cuestión es que, a raíz de necesitar una parrilla nueva para mi parrillero -el por qué de la necesidad ameritaría una crónica completa- decidí ir a la feria de los domingos en La Teja, en el entendido que allí podría hacerme del requerido bien. La feria "oficial" se instala en la avenida Manuel Herrera y Obes, desde Carlos María Ramírez hasta tal vez el infinito, porque nunca la recorrí toda hasta el final. La feria "no oficial" se instala en las calles perpendiculares y paralelas, llegando a cubrir una superficie igual o mayor a la de Manhattan, con Central Park y todo.


La calle principal de la feria consta -o constaba originalmente- de dos filas de puestos bien establecidos en los que se venden frutas, hortalizas, pescado, fiambres, huevos, productos lácteos, mermeladas, ropa exterior e interior, zapatos, productos de limpieza, plantas y algunos artículos más. La feria extraoficial, en cambio, está formada por puestitos de lo más variopinto, y es allí que se comercializa de todo, igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches*.


Los puestos informales en general consisten en un trozo de tela -que bien puede ser una frazada, una loneta, una alfombra vieja, da igual, extendido sobre la vereda o la calle- sobre la que se exhibe directamente la mercadería o los letreros que la anuncian: hay veces que por el tamaño del objeto a vender, o por la imposibilidad de su traslado, sólo se ofrece con un cartel: “Heladera como nueva, tantos pies cúbicos”. Hay otros puestos que arman mesas plegables, o colocan tablas sobre caballetes, o juntan un par de cajones de verduras que luego recubren con un mantel. ¿Qué venden? O más bien ¿qué ofrecen los vendedores informales? Bien... ropa y zapatos –nuevos o usados- discos piratas, videojuegos, devedés, videos en VHS (¡Sí!!! Desde los documentales de Didavisión a películas de Chuck Norris de la década del ’80), hornallas, anteojos de receta, ajos, discos de vinilo, juguetes, libros usadísimos, herramientas, dentaduras postizas, revistas de historietas descoloridas, lavarropas usados, frascos vacíos, vasos de licuadora, ristras de ajos, mochilas, arandelas, escobas, burletes, autopartes, espejos, televisores blanco y negro, productos de limpieza de fabricación casera, cotorritas, bicicletas... y parrillas! Un mismo “puesto” puede ofrecer ramitos de cedrón o de carqueja, un par de zapatos ligeramente chuecos, unas revistas Burda con la moda de 1971 y tres tarros de cocina descascarados marcados “Arroz”, “Yerba” y “Sal gruesa”. Otros, en cambio, se dedican a un rubro específico: ropa de niño o videojuegos para Play Station piratas. Por supuesto no soy quién para dudar de la procedencia de algunos de los tan variados bienes muebles que se ofrecen, faltaba más, en particular las autopartes y afines. Eso sí, cuando mi amiga Bea fue rapiñada hace un par de años, decidió que tenía que recuperar algunos de los objetos robados, como los anteojos o la radio del auto, y allá se fue a la feria de La Teja, y consiguió ambos: la radio se la re-compró a un precio irrisorio, y los anteojos se los trajo nomás, derecho viejo, luego de dejar de lado su afabilidad característica y amenazar al vendedor con quién sabe qué maldición legal.


Tanto los feriantes formales como los informales, suelen emplear diferentes estrategias de marketing: desde pizarrones escritos con los precios de los productos, frutas exhibidas de formas atractivas, o el antiquísimo pregón, por lo que a medida que una va pasando sus tímpanos vibran al estentóreo son de “estarrajalescuá”, que como todo el mundo sabe, quiere decir que están rebajadas las escobas.


Los compradores y los paseantes también tienen diferentes actitudes: está el ama de casa que hace sus compras en determinados puestos fijos y va con su carro con un derrotero prefijado: verdulería, frutería, pescadería, almacén, productos de granja, y aprovecha para ponerse al día con los feriantes y los vecinos; están los especialistas que buscan artículos específicos, que pueden ser herramientas o revistas de cómics, y van directamente a esos puestos sin mirar nada más; están aquellos que toman la feria como si fuera un paseo por un parque arbolado, van en familia, con termo y mate, y por supuesto, el infaltable cochecito de bebé, que se tranca en todos los puestos, se engancha con los carritos cargados de acelgas y rabanitos de las doñas, y en definitiva no compran nada pero joden a todos.


Cada tanto cae un inspector a ver si está todo en regla, y es allí que algún puesto informal de discos piratas se desvanece en el aire, o se produce alguna corrida propia de película policial de clase B, de esas que van tirando carros de naranjas y corriendo percheros cargados de ropa que invariablemente son empujados un chino u otro oriental similar.


Por supuesto que mi visita a la feria del domingo fue brevísima: detesto las aglomeraciones y eso de andar cuidando la billetera a dos manos, porque si hay algo en las ferias que abunda, además de duraznos a buen precio, son los pungas. Eso sí, al fin di con el señor que vendía parrillas.


Pero esa es otra historia.
uuuu



*Verso de “Cambalache”, tango de Enrique Santos Discépolo de 1934.