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La serie de acontecimientos que leerán a continuación probablemente haya tenido su origen hace más de 30 años, cuando yo era una niña y nos mudamos a lo que en ese entonces era la "casa nueva".
Como es obligatorio para todo ciudadano oriental que constituya domicilio en el territorio de la República y el inmueble posea al menos dos metros cuadrados de terreno, hay que dotar al mismo de un parrillero, so pena de expatriación sin derecho a pataleo. Es más, la mayoría de las personas que compran un terreno en cualquier lugar del país, primero construyen el parrillero, y recién después, si les quedan plata y ganas, pensarán en construir la casa.
La cuestión fue que a poco de mudarnos, se le encargó a Sosa que construyera el parrillero, y así lo hizo, con leñera, mesada y todo. El parrillero tuvo su uso, tal vez dos o tres veces, porque mi viejo, hay que decirlo, así como se las arregla estupendamente bien en cuestiones de olla y de horno, no es muy aficionado a andar entre brasas y humos.
Así fue que el parrillero cayó en desuso, al menos como tal, porque resultó practiquísimo como alacena para guardar de todo, función que continúa cumpliendo hasta el día de hoy, amén de servir de apoyo a una enredadera que envuelve toda su pared posterior y rodea su chimenea. Esto implicó que me crié sin tener más experiencias en parrillas que aquellas emanadas de esporádicos almuerzos en el Mercado del Puerto.
Ahora bien, hace poco más de un año, nos encontrábamos con mi madre en la reunión de las primas (así se le denomina a la ocasión anual en la que toda la parentela de mi madre se reúne, y como a estas alturas sobreviven prácticamente sólo las mujeres, que siempre fueron más, justo es decirlo, resulta una reunión de mujeres que son todas primas entre sí, y a ella se invita a la generación siguiente, que oh caramba, es mayoritariamente femenina, o sea mis primas y yo. No me queda claro si mis primos no son invitados o no se animan a ir, pero me estoy yendo del tema). Bueno, en esa ocasión las primas habían decidido que se hicieran chorizos y hamburguesas a la parrilla... muy rico todo, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato?
En un arrebato, probablemente provocado por el derretimiento cerebral que en esos momentos sufría por causa del calor imperante, me ofrecí, y bajo el lema "tan difícil no debe ser", arranqué para el parrillero de Lucy.
Fue así que aquel mediodía, con una temperatura de 30º C -antes de encender el fuego- y acompañada por una botella del vermú casero que hace mi tía Coca, me dispuse a inciarme en el mundo de la cocción a las brasas. Tan mal no me fue, según parece, porque nadie se quejó, o al menos yo no me enteré.
Poco después, durante la cena de Nochebuena, expuse ante mi familia la idea de hacer algo a la parrilla para la cena de Fin de Año, cosa que fue aceptada de inmediato. Claro que yo por "hacer algo a la parrilla" entendía unos choricitos y unas morcillitas, a lo sumo unas tiritas de asado, pero mi viejo entendió otra cosa, y compró algunas cositas más, como chinchulines, pulpón, pollo -viste que a tu madre la carne no le gusta mucho- un trozo de cordero y uno de cerdo -porque tu tía siempre dice que tiene ganas de comer cerdo- todo ello para cuatro (sí, cuatro, no cuatrocientas) personas. Por mi parte, yo me había agenciado algunas hortalizas para hacer a la parrilla, así que me enfrentaba al reto de cocinar una enorme variedad de alimentos -todos ellos con distintos puntos de cocción- sin tener ni la más mínima cultura parrilleril.
Debo señalar que no me temblaron las piernas ante el desafío, ni aún cuando vi el estado de las parrillas chuecas y oxidades que habían permanecido en el olvido durante 30 años: estaba dispuesta a defender mi honroso antedente, o a perecer en la hoguera.
Comencé temprano con los preparativos, que incluyeron preparar el aderezo, agenciarme una nueva botella de vermú casero -esta vez hecho por mi tía Mima-, ponerme la ropa más zarrapastrosa que encontré, a sabiendas que en breve el humo y las cenizas me envolverían, sujetarme el cabello con una bandana cual groupie de los Guns'n'Roses, y embadurnar mi rostro con abundante crema humectante.
El resultado final superó las expectativas aún de los más entusiastas: todo estaba en su punto, jugoso para el que prefiere que la vaca muja, cocido para quienes prefieren la ingesta de suela, los chinchulines crocantes, los zucchini sabrosos... Claro, comimos parrillada como hasta el 29 de feberro, que hubo que agregárselo al almanaque porque febrero se terminaba y las morcillas dulces no.
Tras el éxito obtenido, decidí repetir el domingo de Semana de Turismo, con menos cantidad de productos, pero con resultados igualmente positivos.
Evaluando posteriormente las antedichas experiencias, llegué a varias conclusiones: 1) hacer una buena parrillada no es tan difícil, que me disculpen los teóricos de la tripa gorda, y yo soy la prueba viviente de que cualquier imbécil puede hacerla con resultados aceptables; 2) nunca es tarde para descubrir talentos que una creía que no poseía, ni para descubrir vocaciones, porque me doy cuenta que podría ser completamente feliz con un mediotanque y vendiendo chorizos y pulpón en la vereda en ugar de seguir intentando educar a las generaciones futuras; 3) necesitaba una parrilla nueva, porque aquellos pedazos de hierro oxidados y retorcidos no daban para más.
Tras haber elaborado la tercera de las conclusiones, comencé a indagar a efectos de conseguir una nueva parrilla; así fue que en la feria de los domingos de La Teja (ver crónica de dos semanas atrás) di con un señor que hace y vende unas parrrillas estupendas, y que me hizo una preciosa, con su correspondiente quemador, a la medida de mi parrillero, y a un precio razonable. Ambos artilugios fueron convenientemente estrenados el 25 de diciembre, con una nueva parrillada de carnes y hortalizas, y vueltos a utilizar el 1º de enero con unas corvinas y unas papas a las brasas.
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Y por aquí voy dejando esta crónica, porque va siendo hora de ir arrimando unos tronquitos para empezar el fuego...
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