sábado, 25 de abril de 2009

El día que perdí mi frikinidad*

Asumo públicamente que mi relación con el mundo del cómic podría calificarse de inexistente; en mi niñez leía revistas de historietas -en el Paleolítico no se llamaban cómics- de Disney (las andanzas del Pato Donald, el Tío Rico y demás ánades), de Quino (Mafalda fue, es y será grandiosa) y de Dante Quinterno (en particular me gustaban las Locuras de Isidoro Cañones, aunque no les hacía ascos al Cacique Patoruzú). En ocasiones leía alguna del Zorro, si mal no recuerdo. Jamás leí las historietas de Superman u otro superhéroe, porque eran “para varones”, y no sé si me hubieran gustado. Leí alguna de historieta de Meteoro que mi primo guardaba celosamente y que por supuesto, no me prestaba, así que tenía que leerlas medio de apuro cuando iba a su casa.
A eso de los 9 ó 10 años, cuando comencé a leer novelas, dejé las revistas de historietas de lado; pensaba que nadie que descubriera a Louise May Alcott, a Agatha Christie o a Julio Verne volvería a leer esas revistas “para niños”; sólo alguna revista de Condorito, tal vez, que se había puesto de moda en mi pubertad.
Mi relación con los superhéroes fue también breve; la serie televisiva de Batman con Adam West y su incipiente buzarda, el joven maravilla diciendo frases tales como "¡Santa tarta de chocolate!", y las peleas con las onomatopeyas escritas ("¡Auch!"); la serie japonesa Ultra Seven (¿alguien la recuerda?); unos años después, los dibujos animados del Hombre Araña, y por supuesto, la divina “Mujer Maravilla”. Y eso es todo, amigos.
Con respecto al género fantástico, prácticamente mi experiencia se redujo a la película "La Guerra de las Galaxias", que vi a los 10 años con mis papás en el extinto cine California. Un prodigio de los efectos especiales, claro, con los entrañables R2-D2 (es decir, "ar-two-dee-two" o "Arturito" como se le dijo por estos lares) y C3PO o “citripío”, y el malo malísimo de Darth Vader, y el churro de Luke, y la princesa Leia, tan divina con su vestido de gasa blanca que parecía una novia.
Cuando se estrenó la continuación (El Imperio Contraataca), no fui a verla; para ese entonces, yo era una adolescente, y no estaba para esas pavadas de robotitos peleándose con unas espadas de tubolux... Pasarían años (décadas, en realidad), antes de que volviera a ver una película de la saga de Star Wars (ya no La Guerra de las Galaxias), hasta que las vi todas, y superé el fruncimiento de hacerme la intelectual que va al cine sólo a ver neorrealismo italiano o nouvelle vague.
Fue así que tras volver a ver aquella película de la Guerra de las Galaxias, devenida en Episodio IV: Una nueva esperanza, y ponerme al día con las otras cuatro películas de la saga que no había visto de puro pretenciosa, me animé a ir al cine a ver la última, que como todo el mundo sabe es la sexta pero en realidad es el Episodio III, y no sólo no se me cayó nada, sino que me encantó, y no diré que devine en experta en Star Wars, pero por lo menos, la fuerza me acompaña, y cuando no, me bamboleo y me caigo en el lado oscuro.
Otro tanto me pasó con las novelas y películas de Harry Potter, que las creía para niños, hasta que vi la primera de las películas en la TV, y después me animé a leer la novela a ver qué tal, y terminé leyéndolas todas y hasta comprándome las últimas en inglés porque no podía esperar casi un año a que se editaron en español (además de descubrir que las traducciones son bastante flojas) y yendo al cine días antes y haciendo cola para conseguir las entradas y no perderme el estreno.
Pero lo peor aún estaba por venir.
La cuestión fue que esto de tener un blog tuvo consecuencias insospechadas. Este ir y venir de conocer gente de todo tipo, con intereses de lo más diversos, me fue acercando al mundo del cómic, de la ciencia ficción y de la fantasía. Así fue que cuando Peter Parker colgó en su blog la noticia que se había organizado una función especial para la película "Watchmen" y me dijo que por qué no enviaba un correo electrónico para conseguir una invitación, acepté la propuesta. Confieso que no tenía ni la más puta idea de qué era esto de los “guochmen”, salvo que sabía que significaba “vigilantes”, que había visto la sinopsis de la película varias veces en mis tantas idas al cine, y a que un alumno del nocturno, que es un verdadero consumidor de cómics, manga, animé, juegos de rol y cuanta cosa fantástica haya en el mundo real o virtual, desde el primer día de clases andaba luciendo la remera de Watchmen.
Como iba a ir a la función especial, decidí "estudiar" algo acerca de estos vigilantes, de modo que me enteré que son personajes de una novela gráfica inglesa, y no unos bizcochos largos, finitos y cubiertos de azúcar como yo creía hasta ese entonces.
Así fue que el sábado pasado, sin remordimientos de conciencia por abandonar un rato a Fellini y a Kieslowski, me fui al cine a la función especial de Watchmen.
La idea era encontrarnos con otros bloggers (el propio Peter Parker, el Corto Maltés, Martín, Joker 23 y Hiedra Venenosa) a quienes no conocía. Mientras esperaba a ver si adivinaba las caras de blog que sin duda tendrían, me puse a observar los especímenes que se agolpaban en la vereda de Colonia y Yaguarón. En su mayoría, veinteañeros y de sexo masculino; el 75%, más delgados de lo aconsejable para su altura, en tanto que el 25% restante, más gordos de lo aconsejable para sus coronarias. Todos ellos con una piel de un tono entre blanco lechoso, amarillo pergamino y verde agua, vestidos de rigurosísimo negro, con remeras alusivas a cómics o a películas del género, y cargando una mochila a sus espaldas. Las escasas féminas, igualmente pálidas, lucían indumentarias tales como tutús de encaje negro, medias caladas, borceguíes y mechones de colores entre sus cabellos renegridos, amén de un maquillaje que no escatimaba delineador de ojos también renegrido. Al final, en medio de los ansiosos espectadores, nos encontramos los citados (a cual más normal en su aspecto, una verdadera rareza en medio de la fauna circundante). Y llegó la hora de la película.
He de confesar que disfruté como loca. Me encantó la trama, la estética, los diálogos, la banda sonora... y hasta me reí muchísimo, al ver a personajes nefastos como Nixon y Kissinger como partícipes de una sátira feroz. Hasta llegué a pensar, por momentos, que hubo un montón de guiños que pude captar debido a mi edad provecta y a haber leído cosas tales como "Todos los hombres del presidente", y visto la película, y a haber leído, visto y vivido algunas cosas más, que muchos de los presentes, avezados conocedores de la historieta, pero que no habían nacido en la época en que se desarrolla la historia.
En resumidas cuentas, fui, vi, me divertí y sobreviví. No creo que de ahora en más cambie radicalmente mi vestuario, o que deje de ver películas de Kusturika, o de leer novelas de Saramago, pero al menos sé que puedo disfrutar de algo diferente.
Y que perder la frikinidad –como tantas cosas que se pierden en la vida- valió la pena.
*”Friki” (del inglés freak) es un término usado en español para referirse a la persona de apariencia o comportamiento fuera de lo habitual, interesada u obsesionada en un tema o hobby concreto en el que se considera fanático (¡Gracias, Wikipedia!)

sábado, 18 de abril de 2009

Donde habita el olvido*

Del viaje al “Lejano Oeste”[1] que en febrero pasado emprendimos con mi amiga Laura a bordo del “rojito” (tal el nombre del vehículo de su propiedad), había quedado pendiente la incursión por la Estancia y Capilla de Narbona.
Ubiquémonos en el Departamento de Colonia, sobre la ruta 21, casi en el km 263, a orillas del arroyo de las Víboras, cerquita de su desembocadura en el Río de la Plata; en una altura, a la cual se accede por un caminito de tierra colorada, se ubica un Monumento Histórico Nacional: el casco de la estancia y la capilla de Juan de Narbona.
Juan de Narbona fue un zaragozano que allá a comienzos del siglo XVIII decidió que España le quedaba chica o ya estaba muy vista, y se vino al Río de la Plata. Se radicó en Buenos Aires, y allí se dedicó a negocios varios, entre ellos la construcción, la importación de bienes, la explotación de yacimientos, el préstamo de dinero, el tráfico de esclavos y cuanta actividad rentable encontró o inventó. Un buen día notó que al otro lado del Río de la Plata también había tierras –prácticamente inexplotadas- y decidió cruzar el charco. Fue entonces que allá por 1732 comenzó la construcción de la casa y su correspondiente capilla.
La Banda Oriental por ese entonces estaba habitada por unos cuantos aborígenes, unos pocos españoles –Santo Domingo de Soriano se había fundado en 1624, Colonia del Sacramento en 1680 y Montevideo hacía un ratito, en 1726-, algunos piratas que recalaban cada dos por tres y muchísimas cabezas de ganado (más sus respectivos cuellos, troncos, patas y cola, según parece). Como había mucha vaca y poca barraca, las viviendas de la época se hacían mayoritariamente de cuero, y no es que esté diciendo cualquier bolazo: para los techos y las puertas se utilizaba el cuero curtido a la usanza de los indígenas, es decir, utilizando “curtiembre” natural, enterrando los cueros un tiempo, y apaleándolos luego de salido el pelo. Es por eso que el casco de estancia y la capilla de Juan de Narbona, hechos con ladrillos, tejas, madera y rejas de hierro, constituyeron un exotismo. En la construcción intervinieron numerosos esclavos, claro está, y se trabajó con materiales extraídos de las caleras propiedad del mismo Narbona; probablemente, la herrería, la carpintería y los muebles fueran traídos desde Buenos Aires, o desde Europa.
Es así que este espléndido casco de estancia y su capilla, únicos en su época, y bellos desde siempre –los colores de sus gruesas paredes, las tejas “musleras” (llamadas así porque los esclavos las moldeaban sobre sus muslos), sus ornamentadas rejas, ubicados en un entorno espectacular, más allá de consideraciones morales acerca de la conquista española o las actividades pecuniarias de Don Narbona, constituyen parte de nuestra historia. Y como ocurre tantas veces en nuestro país, lo que queda de la estancia y de la capilla, constituyen parte de nuestro olvido.
Las construcciones están prácticamente en ruinas; una señora, Doña María, nacida y criada allí en la estancia, a quien se le asigna un magro presupuesto mensual, es la encargada de pelear diariamente contra las hormigas, la humedad, los yuyos invasores, el saqueo… Ella misma es quien guía a los visitantes, y cuenta las anécdotas heredadas de su madre, quien también vivió en la estancia. ¿Qué pasará cuando esta mujer no pueda ya cortar el pasto o combatir las hormigas, porque la enfermedad o los años o el hartazgo la agobien? ¿La Intendencia Municipal de Colonia, o el Ministerio de Educación y Cultura, o el organismo que corresponda, están esperando que ya no queden ni las ruinas para intervenir y poner un cartel que diga “Aquí estuvo emplazado el primer edificio construido con ladrillos y tejas de este país…”?
Soy consciente que este es un blog de humor –o al menos, eso pretendo- y que este texto no logra, pese a mis esfuerzos, ni siquiera esbozar una mueca parecida a una sonrisa, pero no quería dejar pasar la ocasión de denunciar el deterioro de MI patrimonio histórico y cultural, y la sensación de angustia e impotencia que ello me provoca.
Y al que no le guste, ajo y agua.

Agradezco la colaboración involuntaria de Luis Morquio Blanco y su obra “La estancia de Dn. Juan de Narbona” (Uruguay, 1990, edición del autor).






*Título de una canción de Joaquín Sabina, en donde se hace referencia al poema de Luis Cernuda “Donde habite el olvido”
[1] Ver los capítulos denominados “Cómo hacer turismo en Uruguay y no morir en el intento” en este mismo blog

sábado, 11 de abril de 2009

Acerca de la dureza de los corazones y la dulzura de los huevos

Hace tres semanas, mientras recorría la inmensidad del supermercado en busca de zucchinis y berenjenas, y maniobraba el carro con mi proverbial ausencia de destreza, me vi obligada, en un determinado punto, a pasar por debajo de una suerte de arco de triunfo formado por unas estructuras ovoides hechas de chocolate. Ahí caí en la cuenta de la proximidad de la Pascua. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver la Pascua con un huevo de chocolate, o no se lo preguntarán, pero yo sí, así que acá estoy, tratando de encontrar una respuesta.
Para empezar por el principio, la Pascua, o Pésaj es una festividad judía que conmemora la salida del pueblo hebreo del cautiverio en Egipto, de esto hace más de tres mil años. Más acá en el tiempo, vino a resultar que Jesús fue crucificado y, según la tradición cristiana, resucitó unos días después, durante la festividad de la Pascua, de ahí que se llamen del mismo modo dos festividades distintas.
La fecha de la Pascua cristiana se estableció posteriormente, como el primer domingo después de la primera luna llena de primavera (o de otoño, en nuestro caso), lo que hace que sea una fecha móvil, más si consideramos que en el mundo andan circulando varios calendarios distintos.
Ahora bien, qué tienen que ver los huevos con esto, es otra historia, o la misma, ya que para los judíos el huevo simbolizaba algo así como la dureza del corazón del Faraón, o el sacrificio realizado, y aún hoy el huevo duro integra el plato del Séder o cena de Pascua. Posteriormente, para el cristianismo, el huevo vino a simbolizar algo así como la nueva vida, la resurrección luego de la muerte, por lo que se mantuvo la tradición de regalar huevos aunque se hubiera adoptado una nueva religión.
En algún momento, a alguien se le habrá ocurrido que un huevo era un regalo un poco soso, y comenzaron a decorarse los huevos (por si Julia Möller llegara a leer esto, aclaro que desde un principio hablo de huevos de ave, como por ejemplo la gallina o el carancho). Según parece, otros pueblos que nada tienen que ver con esta historia también decoraban huevos, lo que demuestra una vez más que no hay nada nuevo bajo el short
[1].
Lo más interesante -al menos para mí que llevo una gorda reprimida adentro, y que cada dos por tres se me desboca- fue ese crucial momento de la Historia en el que a alguien se le ocurrió hacer y regalar huevos comestibles. Ustedes dirán que los huevos siempre lo fueron, pero no me estoy refiriendo al huevo duro ni a la mayonesa, sino a la creación de una golosina con forma ovoide. Y creo que si la conquista de América tuvo una cosa buena -me hago cargo que estoy usando el término "bondad" al referirme a un genocidio- fue el descubrimiento del chocolate.
La semillita del Theobroma cacao a partir de la cual se elabora el chocolate, alcanzó su máximo esplendor en manos de los pasteleros y confiteros europeos, y fue así que uno de ellos, cuyo nombre nadie recuerda (aunque sí se recuerda el insignificante huevo de Colón), tuvo la genialidad de crear un huevo de chocolate.
Desde ese día glorioso, en occidente se mantiene la tradición de regalar huevos en Pascua, pero huevos de chocolate.
En nuestro país suelen estar decorados con florcitas de azúcar, son huecos y en su interior contienen “sorpresitas”, que pueden ser confites o juguetes. Desde hace unos años, sin embargo, el mercado ha sido invadido por huevos foráneos, que son tan minimalistas como los de gallina, ya que no tienen adornitos.
Si bien yo no festejo Pascua alguna, sí admito que el chocolate me puede, así que volví al supermercado y salí de allí siendo la feliz propietaria de un huevo de chocolate, decorado con florcitas de azúcar. Y santas pascuas.







[1] “Nada nuevo bajo el short”, título de una obra de teatro escrita por Jorge Scheck en 1974

sábado, 4 de abril de 2009

¡Que los cumplas feliz!

No, no te desesperes pensando a quién te olvidaste de saludar hoy. Imagino que en un planeta en el que hay casi siete mil millones de humanos, probablemente más de uno haya nacido en esta fecha, pero el título no refiere a una persona en particular, sino al festejo del cumpleaños en general, aunque restringido a los cumpleaños infantiles.
Allá en mi infancia (que cuando veo cómo ha cambiado todo yo misma me creo que fue en la época en que Alejandro Magno andaba conquistando Persia), cuando un niño cumplía años, el festejo se hacía en su propia casa, o a lo sumo, en la casa de los abuelos.
Primero, como es natural, se cursaban las invitaciones, que consistían en unas tarjetitas que invariablemente decían “Te invito a mi fiestita” y estaban decoradas con algún motivo infantil, que se compraban en la papelería, y que la mamá o el papá llenaban de puño y letra con los datos esenciales del cumpleaños: fecha, hora y lugar. Se invitaba a los primos, a algunos niños del barrio y a algunos compañeritos de clase.
El día indicado, la casa se decoraba con guirnaldas de papel de colores, se colgaba de dos clavitos el infaltable piolín con unos rectángulos de cartulina con una letra cada uno que permitían formar el F E L I Z C U M P L E A Ñ O S, y completaban el ornato unos cuantos globos inflados por los pulmones del papá del festejado, con ayuda de algún cuñado. La mesa del comedor se cubría con algún mantel lindo que se protegía con un sobremantel de nylon incoloro, para evitar las manchas, se compraban para la ocasión unas servilletas de papel decoradas (que las nenas que por ese entonces coleccionábamos servilletas teníamos a bien agenciarnos una si nos faltaba) y las botellas de Coca-cola o Fanta (de un litro y de vidrio!!!) se vestían con una especie de delantal de cartulina con algún personaje de Disney.
Los invitados llegaban a la hora señalada, portando sendos regalos, que una vez abiertos, se colocaban sobre la cama del festejado, que se iba cubriendo de cajas de lápices de colores, libros de cuentos, autitos de colección, muñecas o jueguos de caja. A cada invitado se lo dotaba de un sombrerito de cartón, que se sujetaba al cráneo con una gomita que fungía de barbijo, pero que cortaba casi tanto como la hoja de la guillotina que decapitó a María Antonieta.
La mamá, las tías y las abuelas servían los platos, que contenían invariablemente pizza, pascualina y torta de fiambre hechas en casa, algunos sánguches de la confitería de la otra cuadra, ravioles y las infaltables pildoritas chijeteadas de mostaza, cada una con su escarbadientes, a menos que la familia tuviera un juego de lunch que incluyera unos tenedorcitos con los cuales ensartar el popular manjar y no quemarse los dedos (en casa aún subsisten unos que tenían un manguito de plástico de colores, decorados con unas microguirnalditas doradas). De postre, masitas si se podía, o si no, alfajorcitos de maicena hechos por la abuela, y la torta de cumpleaños, generalmente casera –aunque para la ocasión podían contratarse los servicios de la señora de las tortas- decorada con algún macaco de espuma plast o con algún motivo más elaborado, como una especie de maqueta de un cuento infantil o un partido de fútbol, y con tantas velitas como años cumpliera el festejado. Las velas invariablemente eran rosadas o celestes, según el sexo del homenajeado, y las nenas teníamos el privilegio de que la velita fuera incrustada en una rosita de yeso del mismo color. Las velas eran esas que se apagan de un soplido al son del “Que los cumplas feliz”, y como todos los niños invitados soplaban al mismo tiempo, una terminaba comiendo torta con chantilly, cera de vela y saliva.
La diversión consistía en salir a jugar al patio o a la vereda; las familias más pudientes contrataban a un payaso, o a un mago, o cine, que entretenían a los invitados de menor edad una media hora, más o menos.
Si se podía, había “sorpresitas”, unas bolsitas de nylon de colores con algún dibujito que contenían unas golosinas y algún chichecito de plástico, y muchas gracias por haber venido.
Mi primer añito (estoy sentadita en la sillita… sin sombrerito)




En algún momento, no sé si motivado por la caída del muro de Berlín o porque Néber Araújo se llamó al silencio, se produjo un quiebre, y el festejo del cumpleaños de los niños dejó de ser un algo familiar e íntimo para pasar a ser un acontecimiento cuasi industrial. Es así que cuando se acerca el cumpleaños de María Paz o de Francisco, lo que suele preguntarse es "¿Y dónde se lo hacés?", porque es evidente que será en un salón de fiestas.
Los salones de fiestas para niños pueden estar ubicados en clubes, pero cada vez con mayor frecuencia se localizan en casonas acondicionadas para tal fin. Hay hora de comienzo y de finalización, con lo que el "día del cumpleaños" se reduce a las "3 horas del cumpleaños".
La casa en cuestión estará decorada con los personajes preferidos por el festejado, que invariablemente resultarán unos completos desconocidos para toda la concurrencia mayor de 12 años, tales como Hi-5, Bob el constructor, Lazy Town, los Backyardigans o Wow Wow Wuzzby (juro sobre esta estampita de Pluto que no inventé nada de lo anterior).
Los padres y demás familiares del festejado no se verán en ningún momento importunados por la molesta presencia de los niños, ya que para encargarse de los párvulos estarán los animadores, personas contratadas para entretener a los invitados que no excedan el metro de estatura. Organizan diversas actividades, de forma tal que en el plazo de las 3 horas que dura el cumpleaños, cada niño se disfrazó de Spiderman o de Princesa, fue maquillado, jugó en el pelotero, en el castillo inflable, cantó, bailó, se raspó una rodilla, intentó romper la piñata, jugó a la pelota, comió dos panchos y tres hamburguesas, se incorporó medio litro de Coca-cola, se bañó con otro litro de Coca-cola, peleó con otro niño porque ambos querían el mismo globo, lloró porque no alcanzó a soplar las velitas, escupió la torta porque no le gustó y armó un escándalo porque no se quiso ir cuando los padres vinieron a buscarlo a la hora convenida.
Los invitados mayores no sólo no deberán preocuparse por entretener, alimentar o soportar a los niños, sino que tampoco deberán temer que el aburrimiento los agobie, dado que muchos de los locales cuentan con divertimentos para grandes, como mesas de pool y de ping-pong, flippers y otras maquinitas de juegos electrónicos, por lo que nadie se verá obligado a tener que conversar con la tía Nora o con el marido de la cuñada de mi primo, que jamás recuerdo cómo se llama ni a qué se dedica.
La comida puede ser provista y servida por el propio salón de fiestas, o por un servicio contratado; líbranos Polvo Royal de hacer algo casero, que si prendés el horno se te mueren las arañas que lo habitan.
A la hora convenida, los encargados del salón de fiestas entregarán al niño o niña de cara pintada, sudoroso y sobreexcitado por la ingestión de cafeína a sus respectivos padres, y la entrega será documentada en la planilla correspondiente (si te equivocás de niño y te llevás otro que no es tu hijo, no hay reclamos; tal vez en un próximo cumpleaños, puedas recuperarlo).
La familia se retirará sin necesidad de agorbiarse con la limpieza del lugar o preocuparse por los platos rotos, y con la satisfacción del deber cumplido: “Estuvo preciosa la fiesta que le compramos a María Paz (o a Francisco), no es cierto?” .