"Ruido" - Joaquín Sabina
Los seres vivos evolucionamos, ya lo dijeron Darwin y Wallace, mal que les pese a religiones varias. La gracia de la evolución es que los seres vivos cada vez estemos mejor adaptados al ambiente. O eso había entendido yo, al menos. Justo en este año del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin vengo a refutarlo. Mi hipótesis es que si los humanos hubiéramos evolucionado para adaptarnos mejor al ambiente, deberíamos tener a estas alturas párpados auriculares.
Sí, estimado lector: a estas alturas tendríamos que poder cerrar los oídos cuando no queremos escuchar algo, así como tenemos la capacidad de cerrar los ojos y la boca, y si me apurás, hasta las narinas.
Imagino que en épocas pretéritas, el silencio sería casi palpable, abrumador. Incluso para los habitantes de este mundo actual, tan posmoderno, tan occidental y tan poco cristiano, aquel silencio nos resultaría atronador. Apenas si el susurro del viento entre las hojas, o el rumor del agua de un arroyo, los cantos de los pájaros, los zumbidos de los insectos, algún gruñido esporádico... Hasta que llegó la civilización, la urbanización, la industrialización, el motor de combustión, la aeronavegación, el marcapasos del corazón, y la bordeadora eléctrica.
Ya no es posible escuchar el silencio. Ruge la descarga de la cisterna, tictaquean los relojes, chifla el microondas, suena el teléfono, silba la caldera cuando hierve el agua, ronronea el lavarropas, repica la picadora, grita el locutor de la radio, aúlla el conductor de la tele... Y el tránsito con sus motores, sus frenadas y sus bocinazos, y los perros de apartamento que ladran y ladran, y los vecinos que gritan, y ni te digo si vivís en un edificio con ascensor... Cada vez que alguien lo usa, tiranos temblad!
Pero ese es un camino sin retorno, y las ventajas y las comodidades de la civilización se pagan con ruidos molestos: moriré abrazada a mi horno de microondas.
A todo esto, no he llegado aún al meollo del asunto. Esos ruidos ya casi ni me molestan; es más, casi ni los percibo, y no por hipoacusia, sino por resignación acostumbrada. A lo que me quiero referir es a la obligada música de fondo de los últimos tiempos.
Hasta hace unos años –no tantos, no te vayas a creer- una escuchaba música o programas de radio, si quería hacerlo, en su casa u otro lugar físico determinado, porque la música era inamovible. La radio, el tocadiscos, el grabador, estaban ahí quietitos y una se ponía al lado para escucharla. Después la música se hizo móvil: el walkman, el discman y ahora el mp3 y números subsiguientes, inventos maravillosos si los hay, permitieron que una pudiera llevarse la música que quería escuchar consigo.
Ahora bien: ¿a quién carajo se le ocurrió ponerles parlantes a los ómnibus y a los taxis? ¿A quién se lo ocurrió ponerles música a los teléfonos celulares y además, agregarles parlantes? Un viaje en ómnibus implica bancarse el imprescindible ruido del motor, los gustos radiales –musicales, periodísticos, deportivos- del conductor del ómnibus que con la generosidad que lo caracteriza comparte con todos los pasajeros su Ricardo Arjona[1], su Fernando Vilar[2] o su Toto Da Silveira[3], los ocho ringtones diferentes de distintos pasajeros –que van desde gritos de Homero Simpson a fugas de Bach pasando por la música de Misión Imposible- la insufrible cumbia villera que los adolescentes (y adultos) lanzan como bombas de gas lacrimógeno desde el fondo del vehículo y los dos guitarristas que suben al ómnibus a zumbar este gallo en medio de la gallera[4].
Como si esto fuera poco, la universalización de la telefonía móvil trajo, amén de los cacofónicos y usualmente ridículos ringtones, la explicitación de lo privado: una se ve obligada a escuchar conversaciones que no le interesan en lo más mínimo. Es así, insoportable co-usuario del transporte colectivo, no sólo me rompe los tímpanos la execrable musiquita que le pusiste a tu teléfono, sino que no sabés cómo me jode enterarme de los detalles de tu divorcio, lo que hiciste de cenar, que tu hijo sacó muybuenosote en la maqueta del sistema solar, que te hiciste la planchita, que vas en el ómnibus porque se te rompió el auto y el mecánico te dijo que lo tendría pronto recién para jueves o viernes, que...
Juro que me anudo los auriculares de mi propio reproductor de mp3 por debajo del hipotálamo de tanto que me los meto en los oídos, pero nada me aísla de ese indeseado e indeseable ruido de fondo.
A vos te hablo. Sí, sí, a vos. Poné tu celular en vibrador; si te vibra mientras vas en el 306 repleto decí bajito que vas en el ómnibus y que después hablás, metete tus auriculares en tus propios oídos y escuchá lo que se te cante, pero no me obligues a ser partícipe.
A menos que lo último que quieras escuchar en tu vida sea la ráfaga de la ametralladora que me compraré en Mercado Libre ni bien termine de escribir este artículo.
[1] Popularísimo músico guatemalteco que parece gustarle a todo el mundo menos a mí.
[2] Conductor de Telenoche, el informativo levemente amarillento de Canal 4, que es repetido por algunas radios.
[3] Sumo Pontífice del periodismo deportivo vernáculo.
[4] Fragmento de “Zumba que zumba”, del dúo Larbanois & Carrero (estos sí me gustan).
Sí, estimado lector: a estas alturas tendríamos que poder cerrar los oídos cuando no queremos escuchar algo, así como tenemos la capacidad de cerrar los ojos y la boca, y si me apurás, hasta las narinas.
Imagino que en épocas pretéritas, el silencio sería casi palpable, abrumador. Incluso para los habitantes de este mundo actual, tan posmoderno, tan occidental y tan poco cristiano, aquel silencio nos resultaría atronador. Apenas si el susurro del viento entre las hojas, o el rumor del agua de un arroyo, los cantos de los pájaros, los zumbidos de los insectos, algún gruñido esporádico... Hasta que llegó la civilización, la urbanización, la industrialización, el motor de combustión, la aeronavegación, el marcapasos del corazón, y la bordeadora eléctrica.
Ya no es posible escuchar el silencio. Ruge la descarga de la cisterna, tictaquean los relojes, chifla el microondas, suena el teléfono, silba la caldera cuando hierve el agua, ronronea el lavarropas, repica la picadora, grita el locutor de la radio, aúlla el conductor de la tele... Y el tránsito con sus motores, sus frenadas y sus bocinazos, y los perros de apartamento que ladran y ladran, y los vecinos que gritan, y ni te digo si vivís en un edificio con ascensor... Cada vez que alguien lo usa, tiranos temblad!
Pero ese es un camino sin retorno, y las ventajas y las comodidades de la civilización se pagan con ruidos molestos: moriré abrazada a mi horno de microondas.
A todo esto, no he llegado aún al meollo del asunto. Esos ruidos ya casi ni me molestan; es más, casi ni los percibo, y no por hipoacusia, sino por resignación acostumbrada. A lo que me quiero referir es a la obligada música de fondo de los últimos tiempos.
Hasta hace unos años –no tantos, no te vayas a creer- una escuchaba música o programas de radio, si quería hacerlo, en su casa u otro lugar físico determinado, porque la música era inamovible. La radio, el tocadiscos, el grabador, estaban ahí quietitos y una se ponía al lado para escucharla. Después la música se hizo móvil: el walkman, el discman y ahora el mp3 y números subsiguientes, inventos maravillosos si los hay, permitieron que una pudiera llevarse la música que quería escuchar consigo.
Ahora bien: ¿a quién carajo se le ocurrió ponerles parlantes a los ómnibus y a los taxis? ¿A quién se lo ocurrió ponerles música a los teléfonos celulares y además, agregarles parlantes? Un viaje en ómnibus implica bancarse el imprescindible ruido del motor, los gustos radiales –musicales, periodísticos, deportivos- del conductor del ómnibus que con la generosidad que lo caracteriza comparte con todos los pasajeros su Ricardo Arjona[1], su Fernando Vilar[2] o su Toto Da Silveira[3], los ocho ringtones diferentes de distintos pasajeros –que van desde gritos de Homero Simpson a fugas de Bach pasando por la música de Misión Imposible- la insufrible cumbia villera que los adolescentes (y adultos) lanzan como bombas de gas lacrimógeno desde el fondo del vehículo y los dos guitarristas que suben al ómnibus a zumbar este gallo en medio de la gallera[4].
Como si esto fuera poco, la universalización de la telefonía móvil trajo, amén de los cacofónicos y usualmente ridículos ringtones, la explicitación de lo privado: una se ve obligada a escuchar conversaciones que no le interesan en lo más mínimo. Es así, insoportable co-usuario del transporte colectivo, no sólo me rompe los tímpanos la execrable musiquita que le pusiste a tu teléfono, sino que no sabés cómo me jode enterarme de los detalles de tu divorcio, lo que hiciste de cenar, que tu hijo sacó muybuenosote en la maqueta del sistema solar, que te hiciste la planchita, que vas en el ómnibus porque se te rompió el auto y el mecánico te dijo que lo tendría pronto recién para jueves o viernes, que...
Juro que me anudo los auriculares de mi propio reproductor de mp3 por debajo del hipotálamo de tanto que me los meto en los oídos, pero nada me aísla de ese indeseado e indeseable ruido de fondo.
A vos te hablo. Sí, sí, a vos. Poné tu celular en vibrador; si te vibra mientras vas en el 306 repleto decí bajito que vas en el ómnibus y que después hablás, metete tus auriculares en tus propios oídos y escuchá lo que se te cante, pero no me obligues a ser partícipe.
A menos que lo último que quieras escuchar en tu vida sea la ráfaga de la ametralladora que me compraré en Mercado Libre ni bien termine de escribir este artículo.
[1] Popularísimo músico guatemalteco que parece gustarle a todo el mundo menos a mí.
[2] Conductor de Telenoche, el informativo levemente amarillento de Canal 4, que es repetido por algunas radios.
[3] Sumo Pontífice del periodismo deportivo vernáculo.
[4] Fragmento de “Zumba que zumba”, del dúo Larbanois & Carrero (estos sí me gustan).