domingo, 30 de noviembre de 2008

Haciendo uso de mi libertad de expresión

Muchas veces se habla de la libertad como condición inherente al ser humano, como esa facultad de decidir hacer algo o no hacerlo, según voluntad e inteligencia; que la libertad de pensamiento, que la libertad de expresión, que la libertad de conciencia y que la mar en coche.
Ahora, dejando de lado los vuelos filosóficos y pasando a algo más terreno y reptil si se quiere (usualmente se simboliza la libertad como un ave volando a gran altura, o como un caballo corriendo por la pradera, jamás como una tortuga o un lagarto overo, vaya una a saber por qué, si tanto aves como mamíferos evolucionamos a partir de los reptiles), decía, pasando a un pensamiento más rastrero, a una le imponen cosas desde el útero, y minga de libertad si estás anclado a la placenta por el cordón umbilical y tenés que nutrirte de lo que te da tu mamá, y dónde quedó la libertad si no podés optar por no comer coliflor si no te gusta y a tu vieja le encanta, que hay gente para todo. Y en ese mismo orden de cosas, e irrespetando totalmente la libertad de expresión, a una también le imponen el idioma desde que está dentro del saco amniótico. La mamá, el papá, los hermanitos, los abuelos y la tía Celeste le hablan al feto sin consultarle si quiere o no aprender ese idioma que ellos hablan. En mi caso, fue uruguayo, una versión modificada del español, en su variedad montevideana, el idioma que me inculcaron a prepo y andá a saber si yo no prefería que me enseñaran chino mandarín o farsi, que ahora no me acuerdo, pero me juego a que no me dejaron elegir.
Se me dirá que un feto o un recién nacido no tiene elementos de juicio suficientes como para elegir el idioma que quiere de entre los que hay, o si quiere incluso inventarse uno propio, porque entre otras cosas, no se puede pensar sin palabras, pero eso lo decía Vygotski
[1], que hablaba ruso y hace rato que no dice nada, no sé si debido a que se reserva el derecho a réplica o porque se murió en 1934.
Bueno, la cuestión es que una no es libre de elegir el idioma, que no sólo se lo imponen, como he dicho anteriormente, sino que ya viene más o menos encaminado desde hace varios siglos, y una tampoco es libre de cambiarle nada que ya vienen los de la Real Academia a patotear.
Y es entonces que una aprende a hablar, a escuchar, a leer y a escribir un determinado idioma, y a medida que avanza en la vida, va aumentando su caudal léxico, y al final hasta le gusta, porque una cosa es que a una no le guste que le impongan una cosa y otra muy distinta es que no le guste la cosa en sí.
Pero volviendo al tema de la libertad, resulta que una a veces no está de acuerdo con determinadas palabras, es decir, que significan algo, pero a una le remiten a un significado totalmente diferente. Y ahí es que me tomo la libertad de redefinir algunos conceptos del idioma español y darles el significado que creo se merecen, que para eso tengo un blog, para escribir lo que se me canta.

abulia. f. Flor del abulio, muy perfumada; hay abulias blancas, rosadas y rojas. “La novia llevaba un precioso ramo de abulias e ilusión”.
aljaba. f. Arma arrojadiza. “… recordaban con horror el terrible sonido de miles de aljabas que surcaban el aire y oscurecían el cielo…”
atolón. m. 1. Derrumbe.
2. Acción irreflexiva y precipitada (de ahí deriva “atolondrado”).
baranda. f. Danza popular caribeña. “Bailaron toda la noche cumbia, mambo y baranda”.
bucólico. m. Acceso doloroso que se localiza en la cavidad bucal. Igual de horrible que un cólico menstrual o nefrítico. “Jimena no vino a trabajar; está con bucólicos”.
cacumen. m. (Del latín cacumen) Nombre vulgar con que se designa la porción terminal del intestino grueso. “Ando con el cacumen revuelto”.
carcaj. m. onomatop. Esputo.
cardumen. m. Instrumento empleado para cardar lana.
chambelán, na. m y f. Vendedor ambulante que pregona sus mercancías. “…y allá iban el chambelán ofreciendo ollas y sartenes por las plazas de los pueblos…”
corpúsculo. m. Pústula dolorosa que se forma en el intríngulis.
crótalo. m. Vergonzante lesión producida por una infección de trasmisión sexual. “…tenía el cuerpo cubierto de crótalos purulentos…”
envidia. f. Planta leguminosa de vaina comestible. “Acompañaremos el pollo con una ensalada de envidias y zanahorias”.
filatelia. f. Buena disposición del ánimo. “La filatelia de don Pedro es por todos conocida.”
gentilicio. m. Nobleza de cuna. “Es un hombre de rancio gentilicio”.
hipocampo. m. Cada uno de los lados cortos de un triángulo rectángulo. Ya lo dijo Pitágoras, “La suma del cuadrado de los hipocampos es igual al cuadrado de la hipotenusa”.
idiosincrasia. f. Enfermedad del páncreas, generalmente mortal. “La tía Goya murió de idiosincrasia”.
incunable. adj. Bebé que llora continuamente y sin razón aparente, para beneplácito de familiares y vecinos. “Ricardito anoche estuvo incunable”
insólito. adj. Desierto, desolado, devastado. “Era aquel un insólito paraje”
interpósito. m. Especie de parche de gasas y algodón que se utiliza para cubrir una herida.
intríngulis. m. Parte de la anatomía humana que queda justito ahí donde la espalda cambia el nombre, entre la nalga derecha y la izquierda.
majada. f. Acción necia o infantil. De ahí que uno sea un majadero.
occipucio. m. Parte innombrable de la anatomía humana. “Te vamo’ a romper el occipucio” es de las peores cosas que se le pueden gritar al árbitro del partido escudándose en el anonimato de la Ámsterdam.
preservativo. m. Aditivo que se le agrega a los alimentos para conservarlos por más tiempo. “Juliana es naturista; come sólo alimentos sin preservativos ni colorantes artificiales.”
sopapa. f. Especie de croqueta de papa. “A la abuela le quedan muy ricas las sopapas”.
suntuario,a. adj. Relativo a los rituales fúnebres. “Le rindieron honras suntuarias”.

He aquí una muestra de mi diccionario personal; sentite libre, estimado lector/escribidor, de proponer también tus propias definiciones.








[1] Lev Vygotski (1896 – 1934), psicólogo ruso autor entre otras obras de “Pensamiento y Lenguaje”.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay – Episodio XVIII

Los vendedores ambulantes que no son ambulantes


En el capítulo anterior de la Guía me referí a los vendedores ambulantes que son tales, es decir, que van vendiendo sus productos de un sitio a otro. En esa oportunidad prometí escribir acerca de los vendedores ambulantes que no lo son, es decir, que tienen puesto fijo, a lo que se me dirá que entonces no son ambulantes, y a lo que alegaré que en Uruguay se les llama ambulantes también a los vendedores de vía pública que están quietitos en un lugar, y andá a quejarte a la Real Academia.
Una categoría intermedia la constituyen los feriantes: llamamos ferias a unos mercados ambulantes que recorren la ciudad con un calendario fijo, es decir, los lunes se instalan en un determinado sector de una calle en un barrio, y el martes en otro, y así sucesivamente, con un cronograma y unos puestos predeterminados por la Intendencia Municipal. En las ferias se venden comestibles -desde lechugas a queso gruyère, desde mermelada de higos a filetes de merluza- y también los más diversos artículos: ropa, calzado, libros usados, discos, repuestos para autos, cotorritas australianas, sillas de playa, helechos, bicicletas, monedas de colección, trapos de piso y dentaduras postizas.
Sin embargo, las ferias y los feriantes darían por sí mismos para un capítulo entero de la Guía, pero mi intención hoy es diferente, pues refiere a los vendedores que instalan sus puestos en las veredas de las avenidas montevideanas.
Hace décadas atrás, los vendedores callejeros eran escasos, siempre los mismos, y tenían sus lugares fijos; ni que hablar los vendedores de diarios y revistas, que siguen existiendo en las esquinas más concurridas de la ciudad, instalados en puestos de metal que se cierran por las noches, o los escasos floristas que colorean y perfuman algunas veredas. Me refiero a otros vendedores más informales, como los que venden garrapiñada, en vías de extinción casi, que se instalan con sus puestos y sus ollitas humeantes en las proximidades de los cines, los teatros, las plazas y los bancos, e inflan las bolsitas soplándolas, por lo que nos comemos el maní azucarado impregnado con su hálito vital y todas las bacterias de sus tractos digestivo y respiratorio.
Había -y aún hay- vendedores "de temporada": los que venden jazmines en diciembre, y perfuman las esquinas del Centro, los que venden fuegos artificiales en las proximidades de Navidad y Fin de Año y los vendedores de caretas y pomos que aparecen en febrero, para hacer su agosto -aunque suene contradictorio- en carnaval.
Hacia los años 80, a finales de la dictadura -corríjanme si me equivoco- la crisis social y económica (por no mencionar otras crisis mucho peores) comenzó a hacerse evidente, y empezaron a surgir puestitos de venta informales en las principales avenidas. Aquel aire europeo de Montevideo, aquella "tacita de plata", se fue llenando de los vapores de la grasa hirviendo de las tortas fritas. Y a ellos se fueron sumando, en los años subsiguientes, vendedores de ropa -exterior e interior- golosinas, juguetes, carteras, yuyos, relojes despertadores, bijouterie, mochilas, cosméticos, chalinas, gorros, bufandas, ojotas, cigarrillos baratos, galletitas, pantuflas, mates, banderas, artesanías, pantallas para lámparas, lentes, sahumerios, y ya llegados al tercer milenio, discos compactos piratas, juegos para play station y fundas para teléfonos celulares. Todos ellos, como es natural, llenaron de alegría a los comerciantes establecidos, que pagaban sus impuestos y demás gastos, y vieron mermadas sus ventas, por lo que hace algunos años, se dio una encarnizada batalla entre comerciantes formales e informales, que terminó cuando la Intendencia cedió espacios para que se establecieran en determinados lugares, y dejaran de invadir las veredas frente a las tiendas, cosa que duró lo que un suspiro, porque ahora los vendedores ambulantes están en esas especies de mercados abiertos permanentes y en las veredas de las avenidas.


La proximidad de determinadas fechas -día de la madre, día del niño, Navidad o Reyes- hace que los vendedores ambulantes se reproduzcan, siguiendo la consigna de creced y multiplicaos, al punto tal que no queda centímetro cuadrado de vereda libre, amén e que a veces tampoco queda centímetro cúbico de oxígeno libre y si una quiere respirar, tiene que compartir. Se ha llegado al punto en que algunos días particulares, en algunos tramos de avenidas, se decreta el corte del tránsito y se crea lo que se llama "vía blanca" en que la calle toda es ocupada por vendedores y promitentes compradores, medida que también adopta el comercio establecido y pone sus propias mercancías en mesas en la vereda, porque si no puedes vencerlos únete a ellos, y esos sectores de Montevideo por un día juegan a ser Ciudad del Este, pero sin los Rolex truchos y con la diferencia que los vendedores toman mate en lugar de tereré.
Es así que caminar por algunos tramos de Agraciada, 8 de Octubre o 18 de Julio se vuelve una especie de tarea propia de Teseo cuando tuvo que abrirse paso en el Laberinto de Creta, amén que recorrer 100 metros puede insumir de 10 a 15 minutos, y esto sólo si una no se detiene a mirar nada.

Los vendedores, además, van formando una suerte de cofradía o logia, y ni que decir que se van profesionalizando a fuerza de hacer cursos de posgrado en la universidad de la vereda. No me extrañaría que en cualquier momento se formara el Colegio de Ambulantes Fijos, con personería jurídica y todo, con sede establecida en una mesita portátil en la esquina de 8 de Octubre e Industria.
Por suerte, el próximo es año electoral, y a todos los puestos de venta callejeros se les agregarán los puestitos de todas las corrientes de todos los partidos políticos que reparten listas y venden pegotines, pins y banderas. A no desesperar, que es cuestión de esperar un par de meses, nomás.

Y con esto termina el decimoctavo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay - Episodio XVII

Los vendedores ambulantes (ambulantes)

El término “ambulante” se define como “Que va de un lugar a otro sin tener asiento fijo”; sin embargo, el Diccionario de la Real Academia se toma la molestia de aclarar que en Uruguay ambulante designa a una “Persona que vende en la calle, sea caminando de un sitio a otro o en un puesto fijo en la vía pública”, así que en este capítulo de la Guía intentaré abordar el tema de los vendedores ambulantes que son ambulantes y en un próximo capítulo, el de los vendedores ambulantes que no lo son, no sé si me explico.
La cuestión es que los vendedores ambulantes son todo un tema. Por supuesto que no son un invento uruguayo, como sí lo es el S.U.N., ese cuchufletito que se usa para calentar el agua del termo, porque sólo un uruguayo podría inventar semejante artefacto, y ponerle de nombre “Soy Una Novedad”, pero muy probablemente los vendedores ambulantes uruguayos tengan sus rasgos distintivos. Bueno, los de Myanmar tendrán sus particularidades, no digo que no, pero no tengo elementos de juicio al respecto.
Hace unos meses atrás, en abril concretamente, publiqué el Capítulo IV de esta mismísima guía que estás leyendo, estimado lector, en el cual abordé el espinoso asunto del transporte colectivo capitalino. En uno de sus párrafos decía (y me cito a mí misma, en un ataque de egocentrismo): “...Lo más habitual desde que se inventó el transporte colectivo es el ascenso de vendedores ambulantes, que suben y recitan el consabido “Respetables damas y caballeros que hacen uso de este medio de transporte colectivo, tengan todos ustedes muy pero muy buenas tardes. Con el permiso del señor guarda y del señor conductor...” y allí comienza a ofrecer su producto: golosinas, medias, lapiceras, repasadores, linternas, pilas, breteles de silicona, pañuelos descartables, revistas, quitamanchas, horóscopos, tarjetas postales y mil cosas más. Todo es “...una oferta imperdible, por decomiso de aduana y a fin de que llegue a todos los pasajeros...”, y ni qué decir que el producto “...no puede faltar en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero...”.”
Como en todo, hay modas; en una época se usaba vender quitamanchas: el vendedor subía con una camisa de color claro, se la rayaba con bolígrafo, se la manchaba con yodo y con no sé cuánta cosa más, y después se cepillaba las manchas con el asombroso quitamanchas y la camisa le quedaba limpita; luego vino la moda de vender cigarrillos del free-shop, conseguidos andá a saber en qué negociados, que no seré yo quien dude la la integridad moral de los funcionarios de la Aduana, por favor; siguieron las linternas halógenas, o como les pasó a unos compañeros del IPA que en un COPSA subió un vendedor a ofrecer linternas erógenas, que al día de hoy no entiendo cómo no compraron al menos una, a ver qué tal. Después aparecieron las cadenitas con la medalla de la Virgen, realizadas en un metal que había sufrido no sé qué proceso de robespierrización que lo volvía incorruptible; llegamos a la época de los hare krishna y sus sahumerios y recetarios de cocina vegetariana, para pasar después a los vendedores de pastillas “Icekiss” (pronúnciese “icequís”) baratísimas y con sabores imposibles, como por ejemplo, melón, y ahora estamos con los caramelos de gelatina, tres paquetes por 10, después de haber pasado por las medias de algodón.
Párrafo aparte merece aquel vendedor (era uno sólo, engominado y de bigotito) que subía a vender poemas humorísticos, o al menos así los anunciaba él, gritando a voz en cuello “¡Bárbaro, sssensssacional...!!!” y recitando fragmentos de los poemas, que según decía, eran de autoría de “El Gauchito del Talud”.
1
Otra especie diferente es la constituida por los vendedores puerta a puerta, costumbre originada probablemente en el Paleolítico, en donde habría más de uno que iría ofreciendo fuego, caninos de tigres dientes de sable, o filetes de mamut, de una cueva a otra. Hasta hace no tantos años venían periódicamente unos tipos con unos bolsos enormes que dejaban en tu casa por un rato, para que pudieras elegir con calma palillos, vasos de plástico, bolas de naftalina, jarras, palanganas, perchas y no sé cuánta cosa más. Por supuesto que en la actualidad eso resulta impensable, porque algún amigo de lo ajeno se quedaría hasta con el propio vendedor. Las gitanas pasaban cada tanto, también, vendiendo sartenes, pero imagino que en la actualidad las gitanas venderán sartenes de teflón en el shopping center, porque todo cambia. Hoy en día puerta a puerta se venden curitas, trapos de piso, limones, sahumerios, perfumes de dudosa calidad y flores de pajarito, que tuvieron la precaución de afanarte la noche anterior de tu propio jardín y de los jardines de los vecinos.
Los vendedores callejeros que pregonaban sus productos, pasaron de moda; mi infancia estuvo llena de maniceros, vendedores de panchos (yo vivía en la calle General Hornos y jamás volví a comer panchos tan ricos como los que vendía el señor que pasaba de tardecita, que seguramente nunca en sus años de actividad profesional cambió el agua del tanque, de ahí que los “franfrutes” fueran deliciosos) y por supuesto, el mejor de todos, el heladero, con su conservadora de espumaplasta al hombro y su pregón “Palito, vasito, copita, sánguche, bombón, heladoooooooooooooooooooo!” (¡Qué ricos que eran los helados Smak, la puta madre! La tapa de la copita servía de pie a la misma, y había uno que era un globo terráqueo, con paralelos, meridianos y todo). En el rubro limpieza estaban el vendedor de plumeros y el escobero, que gritaba algo así como “¡Estarrajalescuá!”, que claramente significaba “están rebajadas las escobas”, como cualquiera se daba cuenta.
En los parques aún se encuentran los vendedores de manzanas acarameladas, algodón de azúcar, churros y pororó (ahora devenido en pop, “¡Al pó acaramelado, al pó!”), con sus carritos fileteados y de colores brillantes, o sus cajones colgados al hombro, aumentando el nivel de glucemia de chicos y grandes. En los estadios y canchas de fútbol, son tradicionales el cafetero, el cocacolero, al vendedor de pop y el de papitas chips. Antes también vendían cigarrillos, pero desde la tabarevazquización
2 de los espacios públicos, ya no venden más.
Queda hecha la promesa de abordar el tema de los vendedores ambulantes “fijos” en un próximo capítulo; tal vez la cumpla, tal vez no, ya veremos.

Y con esto termina el decimoséptimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.



1 Carlos Modernell, humorista, poeta, letrista, hombre estrechamente vinculado al carnaval y a otras expresiones de la cultura popular uruguaya
2 Alusión al Señor Presidente, Dr. Tabaré Vázquez, y su campaña contra el tabaquismo. Decreto Nº 40/006

domingo, 2 de noviembre de 2008

Guía práctica para conocer Uruguay – Episodio XVI

Costumbres uruguayas, 6ª parte: Haciendo vereda
Aparece octubre, viene el cambio de horario que hace que las 20 horas ya no puedan ser consideradas "las ocho de la noche" porque es pleno día y una tiene que andar con anteojos negros y filtro protector solar; el mercurio del termómetro alcanza y supera fácilmente los 20º C, y en las veredas montevideanas -y de las ciudades y pueblos del interior- pululan los ejemplares una especie de seres vivos que florece de octubre a marzo: el Homo veredensis.
Montevideo es una ciudad medianita, ni muy muy ni tan tan, con mucho barrio, salvo en determinadas zonas en las que hay edificios de oficinas y de apartamentos. Gran parte de la población vive en casas, cuyas puertas dan a la vereda, directamente o jardín mediante. Entonces, cada primavera, y cual hongos después de la lluvia, al caer la tarde, las veredas y los jardines se van poblando de vecinos. Se acomodan con sus sillas, generalmente plegables, concebidas originalmente para llevar a la playa, pero para el caso da igual una silla de plástico de esas que se guardan apiladas como platos, o una silla de comedor estilo Luis XV o Chippendale, que de todo se ha visto. En las ciudades del interior la costumbre tiene tal arraigo que es frecuente ver bancos de hormigón anclados en las veredas de las casas, cosa de evitar el andar acarreando sillas.
¿Y a qué salen a la vereda? Salen a tomar el fresco, a conversar con su pareja y con sus hijos, o a intercambiar opiniones con el vecino de al lado, que también habrá tenido la precaución de sacar su silla para hacer vereda durante un rato. Está aquel que sale solo, con la radio, o como mucho acompañado por su perro; están los veteranos que sacan el tablero de ajedrez y juegan durante horas, y para esto también valen las veredas del centro, que los he visto en plena hora pico en el medio del trajín jugando en 18 y Convención rodeados por un cerco de mirones, y están los que salen con toda la parafernalia propia de un campamento de no menos de 15 días: las sillas, la mesita –con mantel, claro está- el termo, el mate, las galletas, el pan, la manteca, el dulce de membrillo, el queso, el salame picado grueso, cuando no la pasta frola o los buñuelos de banana, los cubiertos y las servilletas, y por supuesto, el televisor, porque está bien que una tome el fresco y socialice con los vecinos, pero perderse un capítulo de “Paraíso Tropical” o la edición central de “Subrayado”, es algo imperdonable.
Es así –y que me disculpen Barrán, Caetano y Porzecanski
1- que lo privado se hace público, y la gente descansa, merienda, conversa de sus cosas y mira la tele como si estuviera en la intimidad de su hogar, pero en el espacio comunitario de la vereda, a la vista de todo el mundo y al alcance de los caños de escape de cuanto vehículo motorizado pase por la calle.
Lo que yo no acierto a entender -cosa que no es de extrañar, porque no soy muy acertada de entendedera- cuál es la gracia de estar cada tarde durante tres horas en la vereda, haciendo algo que perfectamente una puede hacer puertas adentro, sin que nadie la vea. ¿Será tal vez el incomparable sabor del pan con manteca aderezada con los residuos de nafta y gasoil de los coches? ¿Será que los programas de radio y TV mejoran al aire libre? Bueno, no creo que los últimos puedan empeorar, así que tal vez el crepúsculo les sienta bien. ¿Será que en otros barrios ocurren cosas mucho más interesantes que en el mío, que vale la pena comentar en una suerte de simposio con los vecinos de al lado? ¿Será que para mí no debe de haber cosa que me interese menos que enterarme cómo fue el divorcio de la peluquera de acá a la vuelta, que el nieto de Nelly se agarró piojos en la escuela o que al cuñado del quiosquero lo tuvieron que operar de apuro porque se le estranguló la hernia? ¿O será que para mí descansar durante los días cálidos equivale a despatarrarme lo más cómoda -y recónditamente posible- a disfrutar de un buen libro, sin que ser vivo alguno me interrumpa la lectura?
Sí, sí, ya sé; la hipótesis más probable es otra... la de la envidia... porque yo entro a trabajar a “las ocho de la noche” -que ya no lo es más- y justo cuando cada tarde me voy resignadamente al laburo veo cómo la gente saca su silla a la vereda y se sienta a descansar y me refriega su ocio en las narices...

Y con esto termina el decimosexto capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.


1 “Historias de la vida privada en el Uruguay 2 – El nacimiento de la intimidad (1870-1920)”, Editorial Taurus, 1998.