sábado, 9 de mayo de 2009

¡Alerta! ¡El Corto Maltés es contagioso!

Hace un tiempito, el Corto Maltés fue víctima de un contagio; la infección resultante tuvo como consecuencias que tenía que escribir 15 cosas que le gustaran.
No conforme con haber padecido semejante infección (que fue de lo más interesante, porque nos enteramos de cosas insospechadas del caballero de la espada láser), el Corto decidió contagiarnos a otros pobres bloggers que agarró con los anticuerpos distraídos.
La tarea me resultó más difícil de lo que creía: descubrí que son muchas más las cosas que me gustan, así que tuve que elegir. Aquí está mi lista:

1. Viajar (¡Esa no la imaginaban, eh?) En realidad no me gusta viajar, me encanta.

2. Cocinar y comer. Debido a razones de peso, conjugo el segundo de los verbos con ciertas limitaciones. A estas alturas del partido me di cuenta que me hubiera gustado ser chef.

3. Leer, en particular novelas, aunque no le hago ascos a otros géneros. La novela histórica es lo que más me gusta leer.

4. Escuchar música, en particular en mi bicho bolita por la calle (“bicho bolita” es mi reproductor de mp3). Qué invento maravilloso, chau ruidos molestos, bienvenida la música que yo elijo.

5. Dibujar. Después de años –décadas- sin hacerlo, volví a agarrar el lápiz, y ahora voy a un taller de caricaturas, y estoy fascinada.

6. Chatear con un amigo en particular que vive lejos, y estar horas discutiendo acaloradamente sobre Borges, fútbol, cine, la vida… y cagarnos de risa por decirnos las pavadas más increíbles.

7. Que mis alumnos me saluden con un beso al terminar la clase, y que me digan que Biología es la mejor materia del mundo (en particular, cuando la afirmación la hace una persona de 12 años que apenas levanta 1,40 m del suelo).

8. Ir al cine. Ir al cine. (nunca más de dos veces en el mismo día). Ir al teatro (cuando no voy al cine).

9. Sacar fotos, mirar fotos. Me gustan las fotos.

10. Reírme. Me encanta. Y lo hago con muchísima frecuencia.

11. Llorar cuando lo amerita la situación. Como sea, me siento bien después de llorar. Y hace rato que perdí la vergüenza de llorar en público.

12. Mirar la luna. Me encanta la noche, y disfruto muchísimo de la prodigiosa “mutabilidad” de la luna.

13. Escribir para el blog. Leer lo que otros escriben, intercambiar opiniones, sentimientos, ideas.

14. Usar la PC para cosas perfectamente “inútiles” (jugar, buscar recetas, leer, escribir, escuchar música… )

15. Estar con Sasha (Sasha es mi perrita, la que aparece en mi avatar); jugar con ella, "conversar", mimarla. Me gustan muchísimo los perros, e interactuar con ellos.


¿Y a vos, qué cosas te gustan?

sábado, 2 de mayo de 2009

Inútil sin referencias

Hace poco se hizo un llamado público para llenar cargos vacantes en el Poder Legislativo. Esto no tiene nada de raro, dirán ustedes. No, claro, los funcionarios públicos, al igual que muchos otros congéneres, a veces se jubilan, a veces cambian de trabajo, a veces se mueren, y es natural que haya que contratar a otras personas para que los sustituyan. Lo particular es que se trataba de puestos de conserjería, para desempeñar tareas tales como servir café o manejar un ascensor (¿Cuántos pisos tiene el Palacio Legislativo? ¿Tres?) y para ello se requería tener entre 18 y 30 años. Todos sabemos que si una persona anciana y decrépita de, pongamos, 32 años, es la encargada de servir café, puede ocurrir una tragedia tal como salpicarle la corbata al Diputado Fulano, y si ocurre algo peor, como que debido a su senilidad se olvide de dónde queda el baño justo cuando se lo pregunta el agregado cultural de la Embajada de Antigua y Barbuda, la situación puede derivar en un conflicto internacional. El otro detalle curioso es que para el desempeño de tan calificadas tareas se ofrecía un salario de unos 27.000 pesos (algo así como 1.100 dólares u 860 euros).
Tras haberme enterado del llamado, caí en un profundo estado de desesperación, angustia, indignación, impotencia... (llenen los espacios con todos los sentimientos negativos que se les ocurran). Pero luego me recuperé y comprendí. Es que en realidad, ya era hora.
Tengo casi 42 años, es decir, que estadísticamente estoy en la mitad de mi vida -aunque podría ser que superara tranquilamente los 84 años, porque soy sanita y me cuido bastante- pero como fuere, ya era hora de que asumiera de una buena vez que soy tan inútil que no sirvo ni para abrir una puerta. No voy a negarlo, me costó asumirlo: estuve cuatro décadas engañándome a mí misma, creyéndome que era útil a la sociedad. Menos mal que el llamado que difundieron los medios me reveló mi palmaria inutilidad… Porque resulta que mi edad provecta me impide aspirar siquiera a una de esas vacantes... seamos realistas, yo ya no puedo apretar los botones de un ascensor con la agilidad y la pericia de mis años mozos... Y porque mi escasa preparación académica y mis nulas virtudes, me impiden aspirar a ganar semejante salario.
Una, que apenas tiene dos títulos, uno técnico y uno profesional, que habla fluidamente el inglés y que si la apuran chapurrea en francés, que tiene años de experiencia en el trato con diferentes tipos de personas (entre ellas, enfermos y adolescentes), que escribe más o menos clarito y sin faltas, que maneja una cultura general que no será nada del otro mundo pero tampoco es una bestia peluda, que según dicen quienes visitan este blog y mi mamá, escribe textos con cierta gracia e ingenio, que no dibuja tan mal del todo, y que cocina rico, pues bien, una no tiene capacitación suficiente para ganar ese salario en la mismísima administración pública que los parió; debe contentarse con ganar la mitad. Por eso una es pobre, pero docente.
Claro, educar a cientos de adolescentes, jóvenes y adultos cada día, estimularlos a pensar, interesarlos por la ciencia, intentar promover valores como el respeto, la tolerancia, el compromiso con la tarea y otras minucias, ser víctima del multiempleo, tener que trabajar montones de horas extra (gratis) porque evidentemente, planificar clases, actualizarse y corregir no se hacen en horario de trabajo, no son mérito suficiente; distinto es llevarle la copia de un acta a la Senadora Mengana, no voy a comparar.
Ahora bien, los señores legisladores fueron educados por sus mamás y papás, y por docentes como yo, que además, los votamos para que estén allí, y les pagamos el sueldo, como les pagamos a quienes les sirven el café o les “conducen” el ascensor. Y todos ellos nos pagan el sueldo a nosotros, por supuesto, porque así es como funciona el Estado, sólo que algunos funcionarios somos “menos iguales” que otros ante la misma Administración Pública.
Claro, ustedes dirán que trabajo en algo que me gusta, que eso es maravilloso, y no cambiaría la docencia por servir café en el Palacio Legislativo. Seguro que no.
Lo que sí me gustaría experimentar, alguna vez, sería la sensación de cobrar un sueldo de conserje. Aunque ello implicara el riesgo de patinarme en el Salón de los Pasos Perdidos e hiciera un papelón.
Pero como dijo Calderón de la Barca hace como 400 años: “los sueños, sueños son”.



(¡Si necesitan funcionaria pública inútil y sin referencias para pagarle un buen sueldo, no dejen de avisarme, por favooooooooor!!!!)

sábado, 25 de abril de 2009

El día que perdí mi frikinidad*

Asumo públicamente que mi relación con el mundo del cómic podría calificarse de inexistente; en mi niñez leía revistas de historietas -en el Paleolítico no se llamaban cómics- de Disney (las andanzas del Pato Donald, el Tío Rico y demás ánades), de Quino (Mafalda fue, es y será grandiosa) y de Dante Quinterno (en particular me gustaban las Locuras de Isidoro Cañones, aunque no les hacía ascos al Cacique Patoruzú). En ocasiones leía alguna del Zorro, si mal no recuerdo. Jamás leí las historietas de Superman u otro superhéroe, porque eran “para varones”, y no sé si me hubieran gustado. Leí alguna de historieta de Meteoro que mi primo guardaba celosamente y que por supuesto, no me prestaba, así que tenía que leerlas medio de apuro cuando iba a su casa.
A eso de los 9 ó 10 años, cuando comencé a leer novelas, dejé las revistas de historietas de lado; pensaba que nadie que descubriera a Louise May Alcott, a Agatha Christie o a Julio Verne volvería a leer esas revistas “para niños”; sólo alguna revista de Condorito, tal vez, que se había puesto de moda en mi pubertad.
Mi relación con los superhéroes fue también breve; la serie televisiva de Batman con Adam West y su incipiente buzarda, el joven maravilla diciendo frases tales como "¡Santa tarta de chocolate!", y las peleas con las onomatopeyas escritas ("¡Auch!"); la serie japonesa Ultra Seven (¿alguien la recuerda?); unos años después, los dibujos animados del Hombre Araña, y por supuesto, la divina “Mujer Maravilla”. Y eso es todo, amigos.
Con respecto al género fantástico, prácticamente mi experiencia se redujo a la película "La Guerra de las Galaxias", que vi a los 10 años con mis papás en el extinto cine California. Un prodigio de los efectos especiales, claro, con los entrañables R2-D2 (es decir, "ar-two-dee-two" o "Arturito" como se le dijo por estos lares) y C3PO o “citripío”, y el malo malísimo de Darth Vader, y el churro de Luke, y la princesa Leia, tan divina con su vestido de gasa blanca que parecía una novia.
Cuando se estrenó la continuación (El Imperio Contraataca), no fui a verla; para ese entonces, yo era una adolescente, y no estaba para esas pavadas de robotitos peleándose con unas espadas de tubolux... Pasarían años (décadas, en realidad), antes de que volviera a ver una película de la saga de Star Wars (ya no La Guerra de las Galaxias), hasta que las vi todas, y superé el fruncimiento de hacerme la intelectual que va al cine sólo a ver neorrealismo italiano o nouvelle vague.
Fue así que tras volver a ver aquella película de la Guerra de las Galaxias, devenida en Episodio IV: Una nueva esperanza, y ponerme al día con las otras cuatro películas de la saga que no había visto de puro pretenciosa, me animé a ir al cine a ver la última, que como todo el mundo sabe es la sexta pero en realidad es el Episodio III, y no sólo no se me cayó nada, sino que me encantó, y no diré que devine en experta en Star Wars, pero por lo menos, la fuerza me acompaña, y cuando no, me bamboleo y me caigo en el lado oscuro.
Otro tanto me pasó con las novelas y películas de Harry Potter, que las creía para niños, hasta que vi la primera de las películas en la TV, y después me animé a leer la novela a ver qué tal, y terminé leyéndolas todas y hasta comprándome las últimas en inglés porque no podía esperar casi un año a que se editaron en español (además de descubrir que las traducciones son bastante flojas) y yendo al cine días antes y haciendo cola para conseguir las entradas y no perderme el estreno.
Pero lo peor aún estaba por venir.
La cuestión fue que esto de tener un blog tuvo consecuencias insospechadas. Este ir y venir de conocer gente de todo tipo, con intereses de lo más diversos, me fue acercando al mundo del cómic, de la ciencia ficción y de la fantasía. Así fue que cuando Peter Parker colgó en su blog la noticia que se había organizado una función especial para la película "Watchmen" y me dijo que por qué no enviaba un correo electrónico para conseguir una invitación, acepté la propuesta. Confieso que no tenía ni la más puta idea de qué era esto de los “guochmen”, salvo que sabía que significaba “vigilantes”, que había visto la sinopsis de la película varias veces en mis tantas idas al cine, y a que un alumno del nocturno, que es un verdadero consumidor de cómics, manga, animé, juegos de rol y cuanta cosa fantástica haya en el mundo real o virtual, desde el primer día de clases andaba luciendo la remera de Watchmen.
Como iba a ir a la función especial, decidí "estudiar" algo acerca de estos vigilantes, de modo que me enteré que son personajes de una novela gráfica inglesa, y no unos bizcochos largos, finitos y cubiertos de azúcar como yo creía hasta ese entonces.
Así fue que el sábado pasado, sin remordimientos de conciencia por abandonar un rato a Fellini y a Kieslowski, me fui al cine a la función especial de Watchmen.
La idea era encontrarnos con otros bloggers (el propio Peter Parker, el Corto Maltés, Martín, Joker 23 y Hiedra Venenosa) a quienes no conocía. Mientras esperaba a ver si adivinaba las caras de blog que sin duda tendrían, me puse a observar los especímenes que se agolpaban en la vereda de Colonia y Yaguarón. En su mayoría, veinteañeros y de sexo masculino; el 75%, más delgados de lo aconsejable para su altura, en tanto que el 25% restante, más gordos de lo aconsejable para sus coronarias. Todos ellos con una piel de un tono entre blanco lechoso, amarillo pergamino y verde agua, vestidos de rigurosísimo negro, con remeras alusivas a cómics o a películas del género, y cargando una mochila a sus espaldas. Las escasas féminas, igualmente pálidas, lucían indumentarias tales como tutús de encaje negro, medias caladas, borceguíes y mechones de colores entre sus cabellos renegridos, amén de un maquillaje que no escatimaba delineador de ojos también renegrido. Al final, en medio de los ansiosos espectadores, nos encontramos los citados (a cual más normal en su aspecto, una verdadera rareza en medio de la fauna circundante). Y llegó la hora de la película.
He de confesar que disfruté como loca. Me encantó la trama, la estética, los diálogos, la banda sonora... y hasta me reí muchísimo, al ver a personajes nefastos como Nixon y Kissinger como partícipes de una sátira feroz. Hasta llegué a pensar, por momentos, que hubo un montón de guiños que pude captar debido a mi edad provecta y a haber leído cosas tales como "Todos los hombres del presidente", y visto la película, y a haber leído, visto y vivido algunas cosas más, que muchos de los presentes, avezados conocedores de la historieta, pero que no habían nacido en la época en que se desarrolla la historia.
En resumidas cuentas, fui, vi, me divertí y sobreviví. No creo que de ahora en más cambie radicalmente mi vestuario, o que deje de ver películas de Kusturika, o de leer novelas de Saramago, pero al menos sé que puedo disfrutar de algo diferente.
Y que perder la frikinidad –como tantas cosas que se pierden en la vida- valió la pena.
*”Friki” (del inglés freak) es un término usado en español para referirse a la persona de apariencia o comportamiento fuera de lo habitual, interesada u obsesionada en un tema o hobby concreto en el que se considera fanático (¡Gracias, Wikipedia!)

sábado, 18 de abril de 2009

Donde habita el olvido*

Del viaje al “Lejano Oeste”[1] que en febrero pasado emprendimos con mi amiga Laura a bordo del “rojito” (tal el nombre del vehículo de su propiedad), había quedado pendiente la incursión por la Estancia y Capilla de Narbona.
Ubiquémonos en el Departamento de Colonia, sobre la ruta 21, casi en el km 263, a orillas del arroyo de las Víboras, cerquita de su desembocadura en el Río de la Plata; en una altura, a la cual se accede por un caminito de tierra colorada, se ubica un Monumento Histórico Nacional: el casco de la estancia y la capilla de Juan de Narbona.
Juan de Narbona fue un zaragozano que allá a comienzos del siglo XVIII decidió que España le quedaba chica o ya estaba muy vista, y se vino al Río de la Plata. Se radicó en Buenos Aires, y allí se dedicó a negocios varios, entre ellos la construcción, la importación de bienes, la explotación de yacimientos, el préstamo de dinero, el tráfico de esclavos y cuanta actividad rentable encontró o inventó. Un buen día notó que al otro lado del Río de la Plata también había tierras –prácticamente inexplotadas- y decidió cruzar el charco. Fue entonces que allá por 1732 comenzó la construcción de la casa y su correspondiente capilla.
La Banda Oriental por ese entonces estaba habitada por unos cuantos aborígenes, unos pocos españoles –Santo Domingo de Soriano se había fundado en 1624, Colonia del Sacramento en 1680 y Montevideo hacía un ratito, en 1726-, algunos piratas que recalaban cada dos por tres y muchísimas cabezas de ganado (más sus respectivos cuellos, troncos, patas y cola, según parece). Como había mucha vaca y poca barraca, las viviendas de la época se hacían mayoritariamente de cuero, y no es que esté diciendo cualquier bolazo: para los techos y las puertas se utilizaba el cuero curtido a la usanza de los indígenas, es decir, utilizando “curtiembre” natural, enterrando los cueros un tiempo, y apaleándolos luego de salido el pelo. Es por eso que el casco de estancia y la capilla de Juan de Narbona, hechos con ladrillos, tejas, madera y rejas de hierro, constituyeron un exotismo. En la construcción intervinieron numerosos esclavos, claro está, y se trabajó con materiales extraídos de las caleras propiedad del mismo Narbona; probablemente, la herrería, la carpintería y los muebles fueran traídos desde Buenos Aires, o desde Europa.
Es así que este espléndido casco de estancia y su capilla, únicos en su época, y bellos desde siempre –los colores de sus gruesas paredes, las tejas “musleras” (llamadas así porque los esclavos las moldeaban sobre sus muslos), sus ornamentadas rejas, ubicados en un entorno espectacular, más allá de consideraciones morales acerca de la conquista española o las actividades pecuniarias de Don Narbona, constituyen parte de nuestra historia. Y como ocurre tantas veces en nuestro país, lo que queda de la estancia y de la capilla, constituyen parte de nuestro olvido.
Las construcciones están prácticamente en ruinas; una señora, Doña María, nacida y criada allí en la estancia, a quien se le asigna un magro presupuesto mensual, es la encargada de pelear diariamente contra las hormigas, la humedad, los yuyos invasores, el saqueo… Ella misma es quien guía a los visitantes, y cuenta las anécdotas heredadas de su madre, quien también vivió en la estancia. ¿Qué pasará cuando esta mujer no pueda ya cortar el pasto o combatir las hormigas, porque la enfermedad o los años o el hartazgo la agobien? ¿La Intendencia Municipal de Colonia, o el Ministerio de Educación y Cultura, o el organismo que corresponda, están esperando que ya no queden ni las ruinas para intervenir y poner un cartel que diga “Aquí estuvo emplazado el primer edificio construido con ladrillos y tejas de este país…”?
Soy consciente que este es un blog de humor –o al menos, eso pretendo- y que este texto no logra, pese a mis esfuerzos, ni siquiera esbozar una mueca parecida a una sonrisa, pero no quería dejar pasar la ocasión de denunciar el deterioro de MI patrimonio histórico y cultural, y la sensación de angustia e impotencia que ello me provoca.
Y al que no le guste, ajo y agua.

Agradezco la colaboración involuntaria de Luis Morquio Blanco y su obra “La estancia de Dn. Juan de Narbona” (Uruguay, 1990, edición del autor).






*Título de una canción de Joaquín Sabina, en donde se hace referencia al poema de Luis Cernuda “Donde habite el olvido”
[1] Ver los capítulos denominados “Cómo hacer turismo en Uruguay y no morir en el intento” en este mismo blog

sábado, 11 de abril de 2009

Acerca de la dureza de los corazones y la dulzura de los huevos

Hace tres semanas, mientras recorría la inmensidad del supermercado en busca de zucchinis y berenjenas, y maniobraba el carro con mi proverbial ausencia de destreza, me vi obligada, en un determinado punto, a pasar por debajo de una suerte de arco de triunfo formado por unas estructuras ovoides hechas de chocolate. Ahí caí en la cuenta de la proximidad de la Pascua. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver la Pascua con un huevo de chocolate, o no se lo preguntarán, pero yo sí, así que acá estoy, tratando de encontrar una respuesta.
Para empezar por el principio, la Pascua, o Pésaj es una festividad judía que conmemora la salida del pueblo hebreo del cautiverio en Egipto, de esto hace más de tres mil años. Más acá en el tiempo, vino a resultar que Jesús fue crucificado y, según la tradición cristiana, resucitó unos días después, durante la festividad de la Pascua, de ahí que se llamen del mismo modo dos festividades distintas.
La fecha de la Pascua cristiana se estableció posteriormente, como el primer domingo después de la primera luna llena de primavera (o de otoño, en nuestro caso), lo que hace que sea una fecha móvil, más si consideramos que en el mundo andan circulando varios calendarios distintos.
Ahora bien, qué tienen que ver los huevos con esto, es otra historia, o la misma, ya que para los judíos el huevo simbolizaba algo así como la dureza del corazón del Faraón, o el sacrificio realizado, y aún hoy el huevo duro integra el plato del Séder o cena de Pascua. Posteriormente, para el cristianismo, el huevo vino a simbolizar algo así como la nueva vida, la resurrección luego de la muerte, por lo que se mantuvo la tradición de regalar huevos aunque se hubiera adoptado una nueva religión.
En algún momento, a alguien se le habrá ocurrido que un huevo era un regalo un poco soso, y comenzaron a decorarse los huevos (por si Julia Möller llegara a leer esto, aclaro que desde un principio hablo de huevos de ave, como por ejemplo la gallina o el carancho). Según parece, otros pueblos que nada tienen que ver con esta historia también decoraban huevos, lo que demuestra una vez más que no hay nada nuevo bajo el short
[1].
Lo más interesante -al menos para mí que llevo una gorda reprimida adentro, y que cada dos por tres se me desboca- fue ese crucial momento de la Historia en el que a alguien se le ocurrió hacer y regalar huevos comestibles. Ustedes dirán que los huevos siempre lo fueron, pero no me estoy refiriendo al huevo duro ni a la mayonesa, sino a la creación de una golosina con forma ovoide. Y creo que si la conquista de América tuvo una cosa buena -me hago cargo que estoy usando el término "bondad" al referirme a un genocidio- fue el descubrimiento del chocolate.
La semillita del Theobroma cacao a partir de la cual se elabora el chocolate, alcanzó su máximo esplendor en manos de los pasteleros y confiteros europeos, y fue así que uno de ellos, cuyo nombre nadie recuerda (aunque sí se recuerda el insignificante huevo de Colón), tuvo la genialidad de crear un huevo de chocolate.
Desde ese día glorioso, en occidente se mantiene la tradición de regalar huevos en Pascua, pero huevos de chocolate.
En nuestro país suelen estar decorados con florcitas de azúcar, son huecos y en su interior contienen “sorpresitas”, que pueden ser confites o juguetes. Desde hace unos años, sin embargo, el mercado ha sido invadido por huevos foráneos, que son tan minimalistas como los de gallina, ya que no tienen adornitos.
Si bien yo no festejo Pascua alguna, sí admito que el chocolate me puede, así que volví al supermercado y salí de allí siendo la feliz propietaria de un huevo de chocolate, decorado con florcitas de azúcar. Y santas pascuas.







[1] “Nada nuevo bajo el short”, título de una obra de teatro escrita por Jorge Scheck en 1974

sábado, 4 de abril de 2009

¡Que los cumplas feliz!

No, no te desesperes pensando a quién te olvidaste de saludar hoy. Imagino que en un planeta en el que hay casi siete mil millones de humanos, probablemente más de uno haya nacido en esta fecha, pero el título no refiere a una persona en particular, sino al festejo del cumpleaños en general, aunque restringido a los cumpleaños infantiles.
Allá en mi infancia (que cuando veo cómo ha cambiado todo yo misma me creo que fue en la época en que Alejandro Magno andaba conquistando Persia), cuando un niño cumplía años, el festejo se hacía en su propia casa, o a lo sumo, en la casa de los abuelos.
Primero, como es natural, se cursaban las invitaciones, que consistían en unas tarjetitas que invariablemente decían “Te invito a mi fiestita” y estaban decoradas con algún motivo infantil, que se compraban en la papelería, y que la mamá o el papá llenaban de puño y letra con los datos esenciales del cumpleaños: fecha, hora y lugar. Se invitaba a los primos, a algunos niños del barrio y a algunos compañeritos de clase.
El día indicado, la casa se decoraba con guirnaldas de papel de colores, se colgaba de dos clavitos el infaltable piolín con unos rectángulos de cartulina con una letra cada uno que permitían formar el F E L I Z C U M P L E A Ñ O S, y completaban el ornato unos cuantos globos inflados por los pulmones del papá del festejado, con ayuda de algún cuñado. La mesa del comedor se cubría con algún mantel lindo que se protegía con un sobremantel de nylon incoloro, para evitar las manchas, se compraban para la ocasión unas servilletas de papel decoradas (que las nenas que por ese entonces coleccionábamos servilletas teníamos a bien agenciarnos una si nos faltaba) y las botellas de Coca-cola o Fanta (de un litro y de vidrio!!!) se vestían con una especie de delantal de cartulina con algún personaje de Disney.
Los invitados llegaban a la hora señalada, portando sendos regalos, que una vez abiertos, se colocaban sobre la cama del festejado, que se iba cubriendo de cajas de lápices de colores, libros de cuentos, autitos de colección, muñecas o jueguos de caja. A cada invitado se lo dotaba de un sombrerito de cartón, que se sujetaba al cráneo con una gomita que fungía de barbijo, pero que cortaba casi tanto como la hoja de la guillotina que decapitó a María Antonieta.
La mamá, las tías y las abuelas servían los platos, que contenían invariablemente pizza, pascualina y torta de fiambre hechas en casa, algunos sánguches de la confitería de la otra cuadra, ravioles y las infaltables pildoritas chijeteadas de mostaza, cada una con su escarbadientes, a menos que la familia tuviera un juego de lunch que incluyera unos tenedorcitos con los cuales ensartar el popular manjar y no quemarse los dedos (en casa aún subsisten unos que tenían un manguito de plástico de colores, decorados con unas microguirnalditas doradas). De postre, masitas si se podía, o si no, alfajorcitos de maicena hechos por la abuela, y la torta de cumpleaños, generalmente casera –aunque para la ocasión podían contratarse los servicios de la señora de las tortas- decorada con algún macaco de espuma plast o con algún motivo más elaborado, como una especie de maqueta de un cuento infantil o un partido de fútbol, y con tantas velitas como años cumpliera el festejado. Las velas invariablemente eran rosadas o celestes, según el sexo del homenajeado, y las nenas teníamos el privilegio de que la velita fuera incrustada en una rosita de yeso del mismo color. Las velas eran esas que se apagan de un soplido al son del “Que los cumplas feliz”, y como todos los niños invitados soplaban al mismo tiempo, una terminaba comiendo torta con chantilly, cera de vela y saliva.
La diversión consistía en salir a jugar al patio o a la vereda; las familias más pudientes contrataban a un payaso, o a un mago, o cine, que entretenían a los invitados de menor edad una media hora, más o menos.
Si se podía, había “sorpresitas”, unas bolsitas de nylon de colores con algún dibujito que contenían unas golosinas y algún chichecito de plástico, y muchas gracias por haber venido.
Mi primer añito (estoy sentadita en la sillita… sin sombrerito)




En algún momento, no sé si motivado por la caída del muro de Berlín o porque Néber Araújo se llamó al silencio, se produjo un quiebre, y el festejo del cumpleaños de los niños dejó de ser un algo familiar e íntimo para pasar a ser un acontecimiento cuasi industrial. Es así que cuando se acerca el cumpleaños de María Paz o de Francisco, lo que suele preguntarse es "¿Y dónde se lo hacés?", porque es evidente que será en un salón de fiestas.
Los salones de fiestas para niños pueden estar ubicados en clubes, pero cada vez con mayor frecuencia se localizan en casonas acondicionadas para tal fin. Hay hora de comienzo y de finalización, con lo que el "día del cumpleaños" se reduce a las "3 horas del cumpleaños".
La casa en cuestión estará decorada con los personajes preferidos por el festejado, que invariablemente resultarán unos completos desconocidos para toda la concurrencia mayor de 12 años, tales como Hi-5, Bob el constructor, Lazy Town, los Backyardigans o Wow Wow Wuzzby (juro sobre esta estampita de Pluto que no inventé nada de lo anterior).
Los padres y demás familiares del festejado no se verán en ningún momento importunados por la molesta presencia de los niños, ya que para encargarse de los párvulos estarán los animadores, personas contratadas para entretener a los invitados que no excedan el metro de estatura. Organizan diversas actividades, de forma tal que en el plazo de las 3 horas que dura el cumpleaños, cada niño se disfrazó de Spiderman o de Princesa, fue maquillado, jugó en el pelotero, en el castillo inflable, cantó, bailó, se raspó una rodilla, intentó romper la piñata, jugó a la pelota, comió dos panchos y tres hamburguesas, se incorporó medio litro de Coca-cola, se bañó con otro litro de Coca-cola, peleó con otro niño porque ambos querían el mismo globo, lloró porque no alcanzó a soplar las velitas, escupió la torta porque no le gustó y armó un escándalo porque no se quiso ir cuando los padres vinieron a buscarlo a la hora convenida.
Los invitados mayores no sólo no deberán preocuparse por entretener, alimentar o soportar a los niños, sino que tampoco deberán temer que el aburrimiento los agobie, dado que muchos de los locales cuentan con divertimentos para grandes, como mesas de pool y de ping-pong, flippers y otras maquinitas de juegos electrónicos, por lo que nadie se verá obligado a tener que conversar con la tía Nora o con el marido de la cuñada de mi primo, que jamás recuerdo cómo se llama ni a qué se dedica.
La comida puede ser provista y servida por el propio salón de fiestas, o por un servicio contratado; líbranos Polvo Royal de hacer algo casero, que si prendés el horno se te mueren las arañas que lo habitan.
A la hora convenida, los encargados del salón de fiestas entregarán al niño o niña de cara pintada, sudoroso y sobreexcitado por la ingestión de cafeína a sus respectivos padres, y la entrega será documentada en la planilla correspondiente (si te equivocás de niño y te llevás otro que no es tu hijo, no hay reclamos; tal vez en un próximo cumpleaños, puedas recuperarlo).
La familia se retirará sin necesidad de agorbiarse con la limpieza del lugar o preocuparse por los platos rotos, y con la satisfacción del deber cumplido: “Estuvo preciosa la fiesta que le compramos a María Paz (o a Francisco), no es cierto?” .

sábado, 28 de marzo de 2009

Meaculpismo

Con frecuencia leo el semanario "Brecha" por propiedad transitiva, es decir, me lo presta el Fede, que a su vez, lo hereda de su padre, aunque no descarto que alguna vez contribuya con su óbolo para facilitar la adquisición de tan prestigioso medio de prensa. En cambio, yo lo leo de ojito, para qué les voy a mentir. En el último número -que por supuesto no es el último editado, sino que es el último que yo leí- me encontré con una columna titulada "Mea culpa", en la cual tres intelectuales de relevancia en nuestro medio, confiesan qué obras literarias de esas "imprescindibles" ellos no han leído.
Por aquello de "mal de muchos, consuelo de tontos", en parte me sentí aliviada, porque lo cierto es que cada dos por tres me angustio por no haber leído tal o cual obra o autor, cuando sí he leído montones de porquerías de lo más prescindibles.
Entre los imprescindibles que no he leído (aún), se encuentra James Joyce; en cambio, sí lo he dibujado: hace muy poquito comencé un taller de caricatura e historieta con el Maestro Fermín Hontou, y estos son mis primeros garabatos.
Así como espero algún día saldar mis deudas literarias con Joyce, también espero mejorar en mis dibujos.
Pero no prometo lograr ninguna de las dos cosas, claro.


James Joyce

sábado, 21 de marzo de 2009

Acerca de la limpieza de los comedores

Mi amigo e hijo de la vida el Fede hace mucho tiempo me sugirió como tema para abordar en el blog el asunto de los cepillos de dientes. En un principio no le di bola alguna; no sabía qué escribir, porque la verdad es que no me parecía que un cepillo de dientes tuviera mucho interés ni que diera demasiado jugo desde el punto de vista humorístico. Tiempo después –casi un año, para qué te voy a mentir- la idea de escribir un texto sobre el cepillo de dientes comenzó a renacer en mi corteza cerebral, tal vez estimulada por el ocio vacacional, o por la canícula, o andá a saber por qué, y a resultas de ello, surgió esta monografía que ahora estás leyendo.
La higiene bucal es antiquísima; desde tiempos inmemoriales, astillas o espinas de pescado fungían de escarbadientes; la crema dental –por llamarla de alguna manera- también era utilizada ya desde el antiguo Egipto, pero se pasaba con un trozo de tela, o con el dedo, y contenía ingredientes tales como piedra pómez, uñas de buey y cáscara de huevo, que tanto pulía los incisivos como las piedras para construir las pirámides. En Grecia preferían el enjuague bucal a base de orina, y por razones que no alcanzo a comprender, dicho hábito no llegó hasta nosotros, que seguimos leyendo a Platón como si tal cosa.

La cuestión es que el cepillo de dientes es un invento relativamente reciente (si lo comparamos con la rueda, es novísimo; si lo hacemos con el mp5 que todavía no sé bien qué es, es antediluviano). Como siempre, fueron los chinos los que dieron el puntapié inicial (aunque hablar de puntapié en relación con la dentadura puede resultar un tanto doloroso) pero en occidente se le atribuye al británico William Addis que allá a fines del siglo XVIII reinventó lo que ya estaba inventado desde hacía 200 años.
Como fuere, el cepillo de dientes –es decir, un mango de hueso con cerdas de pelo de cerdo o de caballo- se fue popularizando en el siglo XIX, y ya entradito el siglo XX, pasó a ser de plástico, mucho más higiénico y que no requiere que un suino o un equino pasen por la peluquería para que nos podamos cepillar los comedores.
Cuando yo era chica, había que cepillarse los dientes después de cada comida; los cepillos eran todos más o menos iguales, con la única diferencia del tipo de cerdas que poseyeran: cerdas blandas para los más mimosos, duras para los de espíritu espartano, y al igual que ocurre en política para los que no quieren votar ni a Danilo ni al Pepe, estaba la tercera opción de las cerdas ni tan blandas ni tan duras. Pero en algún momento de la posmodernidad, o de la evolución darwiniana, no fue suficiente tener tres variedades de cepillos dentales. Por eso ahora cuando vas a la farmacia o al supermercado te encontrás con un universo de cepillos de mango curvo, de mango flexible, de mango en ángulo de 62,5º, con cerdas cortas y largas entremezcladas o en mechones, con masajeador de encías, con raspador de lengua, con cerdas blanqueadoras, con mango anatómico, con mango recubierto de goma para que sea antideslizante, cepillos para adultos, cepillos para niños y hasta cepillos para bebés que son como un dedil con cerdas para cepillar los inexistentes dientes del lactante. Y además, están los cepillos eléctricos, para los amantes del sedentarismo extremo. Y enfrentada a esa parafernalia una no sabe qué elegir, porque con suerte una tiene a lo más 32 dientes, en tanto que el número de especies de cepillos tiende al infinito.
Como no alcanza con el cepillo –si bien lo que limpia es el cepillado- aparecen los dentífricos, pastas o cremas dentales o como se le quiera llamar a ese producto blanduzco, dulzón y refrescante, que se coloca sobre las cerdas del cepillo para que haga espuma y vuelva más sabroso el acto del cepillado. Y allí otra vez aparece una amplísima gama de posibilidades, entre las que duran 12 horas (no entiendo qué estás haciendo que no podés parar para lavarte los dientes en tanto tiempo, cuando un cepillo cabe en cualquier bolsillo), blanqueadora, para dientes sensibles, para encías inflamadas, anticaries (¿las otras son procaries?), para limpieza de sarro, máxima frescura, múltiple acción, reforzada con flúor y a estas alturas no me extrañaría de que hubiera pasta dental reforzada con titanio, eso sí, con sabor a menta. Afortunadamente, en los últimos años, los fabricantes de dentífricos cambiaron sus envases, porque aquellos tubos metálicos que los inadaptados de siempre apretaban por el medio, y que fueron causantes de más de un divorcio, fueron sustituidos por unos de material plástico indeformable, que no sé si serán mejores pero sí son más estéticos, porque siempre están infladitos.
Por supuesto que cepillarse correctamente los dientes –y ahora la lengua, y la cara interna de las mejillas; dentro de poco habrá que cepillarse las amígdalas- con un buen cepillo y una buena crema dental no es más que el comienzo; luego viene el uso del hilo dental, y en este caso no me estoy refiriendo a modelos de tangas para lucir la celulitis en verano, sino ese piolín mentolado que se utiliza para limpiar los intersticios dentales. La psicosis por el hilo dental ha llegado a tal punto que si no lo tengo a mano soy capaz de descoserme el dobladillo del pantalón para usar el hilo de la costura. Para el caso sirven también las hierbas, pero debe tenerse en cuenta que el uso prolongado de material vegetal fresco produce el desgaste de los dientes, y una puede terminar con una sonrisa de vampiresa, literalmente hablando.
Al correcto cepillado con la pasta adecuada y al pasaje del hilo dental se le agrega el enjuague bucal -que desde que me enteré que también se llama “colutorio” me da un asco bárbaro- que viene siendo una poción con propiedades mágicas para provocar un genocidio bacteriano. Nada nuevo, por cierto, porque ya mi admirado Anton Van Leeuwenhoek se había dado cuenta en el siglo XVII que el brandy mataba a los “animáculos”, y se mandaba unos buches cada dos por tres, por si acaso.



Porque la cuestión de la higiene bucal se reduce al combate sin cuartel contra la placa. ¡Tiembla occidente!!! La placa dental es esa materia pegajosa e incolora que se adhiere a los dientes y en donde miles de millones de bacterias de nombres preciosos como Streptococcus salivalis y Lactobacillus casei –sí, los mismos del yogur- conviven en armonía en un ambiente cálido y húmedo, con grandes porciones de los más ricos alimentos, algo así como unas perpetuas vacaciones en Playa del Carmen. Estas bacterias causan las caries, el mal aliento, la gingivitis y no sé cuántas otras pestes apocalípticas, que atentan no sólo contra la estética de los dientes y la vida social del propietario de los mismos, sino contra la existencia misma de incisivos, caninos, premolares y molares.
Así que, estimado lector, si tenés algún interés en mantener tus comedores en buen estado, tendrás que superar el pánico que te sobreviene al enfrentarte a la cuasi infinita parafernalia que habita la góndola de los productos para higiene bucal en el supermercado, elegir qué cepillo, dentífrico, hilo y colutorio se adaptan mejor a tus necesidades o combinan mejor con los azulejos de tu baño, y dedicar parte del tiempo que generalmente volcabas a tareas improductivas como dormir, trabajar o tener una vida, a la limpieza de tu cavidad bucal.
Y no olvides que los odontólogos también tienen que vivir, así que visitá al tuyo un par de veces al año, para que pueda hacerse unos pesos con los que comprar, por su lado, su propio cepillo de dientes.


sábado, 14 de marzo de 2009

¡Digan “whisky”!

Cámara en mano soy peor que mono con metralleta, y eso que no he llegado a la era digital. Lo mío sigue siendo la Nikon reflex, con rollo de 400 ASA (una tiene sus manías…), revelado y esas cosas. Así que en las fotos que verán a continuación, no esperen calidad digital. Bah, no esperen calidad de ninguna clase, sólo son algunas fotos que saqué en mi periplo al Lejano Oeste de este país imaginario que es Uruguay.
Lencería salvaje: el conjuntito de la derecha dice “Sin triqui triqui no hay bam bam” (¡Y por sólo 120 $!) ¿Lo usarán las señoritas que trabajan en el Queco “Las Gatas” o será la indumentaria habitual entre las damas porongueras?
(Vidriera de una tienda en la calle Fondar, Trinidad, Flores)


En Trinidad no hay como perderse, las calles están bien identificadas. Tan bien identificadas que hasta tienen dos nombres. Perdón… ¿Cómo dijo que se llama la calle?

Sabía de la existencia de un monumento al mate, pero es la primera vez que me entero de la existencia de un monumento a los huevos rotos.
(Plaza Independencia, Carmelo)


En Carmelo se desató la Guerra de las Colas.
Como sea, tanto la Coca como la Pepsi indican que hay que ir para allá.



Ni emo ni flogger: punk.
(Zoológico de Carmelo)



Lo importante es poner el cartel indicador con el nombre de la calle. Ya habrá tiempo para trazarla y construirla (eso sí, en la medida de lo posible, que pase junto al cartel).
(Carmelo)


Parece que mi lugar en el mundo es una tapera. Y bueno, será que cada cual tiene el lugar que puede… o el que se merece. Eso sí, me mandé flor de cartel.
(Punta Gorda)

Cuando reservé alojamiento por correo electrónico, pedí una habitación con vistas. Por un error de tipeo o de interpretación, me dieron una habitación con vacas.
(Carmelo)

El sueño de todo uruguayo con pretensiones de pequeño burgués: la casita en la playa y el autito en la puerta
(Carmelo)

En el viaje al Lejano Oeste no pude conocer la Gruta del Palacio, ni la Estancia Anchorena ni la Isla Martín García, pero al menos cumplí otro de mis objetivos: ver el sol ponerse en el río, y no tras la casa de mi vecino...
(Playa Seré, Carmelo)


Y ahora un videíto con otras fotitos.



sábado, 7 de marzo de 2009

Cómo hacer turismo en Uruguay y no morir en el intento Segunda Parte: ¡Ay, Carmelo!

Tras nuestra frustrada visita a la Gruta del Palacio en Flores, seguimos viaje rumbo al Lejano Oeste. Nuestro destino final era la ciudad de Carmelo, en el departamento de Colonia. Como no hay ruta que una las ciudades de Trinidad y Carmelo, decidimos tomar por la 57 hasta Cardona, luego la 21 rumbo a Nueva Palmira hasta el encuentro con un camino de segundo orden que sale de ruta 21 directo a Carmelo.
El viaje bajo un sol abrasador transcurrió sin contratiempos hasta que pasamos el empalme con la 55; se suponía que poco después aparecería el camino a mano izquierda. Y todavía lo estaríamos buscando si no fuera que tras recorrer unos kilómetros sin novedad, en una especie de inspiración repentina, se me ocurrió mirar hacia atrás para leer un cartel que se encontraba de espaldas, es decir, puesto para ser leído por quienes circulaban en sentido contrario… nos habíamos pasado, claro. Probablemente el cartel indicador de la derecha se había ido de vacaciones, o no trabajaba los miércoles, vaya una a saber. Vuelta atrás, tomamos el camino, y lo seguimos hasta encontrar una bifurcación que no figuraba en el mapa rutero… ¿Izquierda o derecha? Bueno, Carmelo queda bien al oeste, así que a la derecha. El problema fue al llegar a una trifurcación… y ahí recurrimos al viejo y querido método de parar a preguntar. Afortunadamente había una casa en las inmediaciones, y una señora muy amable nos dio el hilo de Ariadna que nos permitió llegar a destino sanas y salvas: “Sigan el bitumen”. A poco de recorrer el camino bituminizado, aparecieron los viñedos de Cerro Carmelo, que confirmaron lo acertado de la indicación.
La ciudad de Carmelo –única población fundada por Artigas, en la esquina del arroyo Las Vacas con el río de la Plata- es realmente preciosa, con una justa mezcla de encanto y tranquilidad, con la única excepción de los cientos de motitos que circulan a toda hora por doquier y por donoquier. El alojamiento que habíamos reservado se encontraba al otro lado del arroyo, así que guiándonos por un planito que había bajado de internet, nos dirigimos derechito al puente que cruza el arroyo. Bueno, muy derechito no pudo ser, porque nos encontramos en un entramado de calles flechadas que nos entretuvieron un buen rato dando vueltas a la manzana. No era fácil orientarse, porque en algunas calles las flechas eran muy evidentes, pero en otras no, hasta que descubrimos que las flechas están pintadas en el cordón de la vereda… así que había que manejar mirando para abajo. Por fin llegamos al famoso puente giratorio sin que nos multaran por recorrer medio Carmelo a contramano, y nos dirigimos a la posada.


Arroyo Las Vacas (desde el Puente Giratorio)


Fuente de Baco, que, curiosamente, no tiene vino (una decepción...)

Playa Seré (una delicia de aguas cálidas)

Pero no todo son rosas… O sí, pero las rosas tienen espinas. No curadas de espanto con la no-visita a la Gruta del Palacio, y como íbamos a estar varios días, habíamos hecho una selección de sitios que nos interesaba visitar en las inmediaciones, además de disfrutar de la propia ciudad y su playa espectacular. Fue allí que caímos en la cuenta que estábamos de vacaciones en Uruguay, es decir, que nada iba a salir como lo habíamos planeado.

La isla Martín García
Nuestra primera parada fue el puerto. De allí parte el catamarán conocido popularmente como “la cachola”
[1], que hace el recorrido Carmelo - Tigre (en la república Argentina, a un tiro de piedra de distancia) y el viaje a la isla Martín García, que nos interesaba conocer. Entramos a preguntar, y un empleado amabilísimo nos contó que se trataba de una excursión de día completo, que insumía tantas horas, que el almuerzo y no sé qué más estaban incluidos, que el costo era tanto para los adultos y cuanto para los niños, y la mar en coche. Cuando le dijimos que queríamos hacer la visita, nos dijo “Ah, no, no se están haciendo los viajes porque la embarcación que los hace se averió. Seguramente se retomen en marzo”. Seguramente estábamos en febrero así que chau Martín, será para otra vez.

Wine tour
Me dirigí a la oficina de información turística, y le dije a la chica que me atendió que queríamos visitar la bodega -en las cercanías de la ciudad, en Cerro Carmelo, está la Bodega Irurtia-. “Ah, pero me parece que hay que agendar la visita. Fulana, ¿vos sabés a dónde hay que llamar?” Fulana le dijo que mirara en la carpeta roja, y al final salí de allí con un papelito en el que figuraba un teléfono de Montevideo. Llamé a ese número, y lo raro fue que me atendieron en la bodega Los Cerros de San Juan, que para mí era otra y quedaba en otra parte, pero bueno… Una joven muy amable me informó que lamentablemente, debido a la vendimia, las visitas estaban temporalmente suspendidas. Otro paseo más que no sería.
De vuelta en la oficina de desinformación turística, para averiguar por otra de las opciones, comentamos que no habíamos teniendo suerte, ni con Martín García ni con la bodega. Ante este último comentario, la chica –que era otra- nos preguntó a qué número habíamos llamado. “A este que me dieron aquí”. “Ah, pero ustedes llamaron a los Cerros de San Juan, la Bodega Irurtia está abierta todos los días, a partir de las 14 horas”. ¡Bueno, parecía que la suerte empezaba a cambiar!
A las 14 estábamos en la bodega, como es natural. Era un poco raro que no hubiera nadie a quién preguntarle, pero tal vez el calor agobiante había llevado a la gente a buscar refugio en lugares más frescos. Al rato apareció una muchacha, y le dijimos que queríamos visitar la bodega. “¿Ahora?” “Sí, en la oficina… bla bla bla…” “Uy, se ve que se les terminaron los folletos que les dimos, porque la bodega abre a esta hora, pero las visitas guiadas son a las 16”. ¡Sí, claro, no podía ser de otra manera, con la suerte que estábamos teniendo! Y bueno, volveríamos más tarde… “Esperen un poquito”, nos dijo. Se fue por una puerta y volvió al ratito. “Yo les hago la visita”. Y así fue que la propia Ma. Noel Irurtia, nos guió por sus viñedos y bodega, con un derroche de simpatía y un montón de información de pequeños detalles que fue un verdadero disfrute. Y con degustación, claro, porque ya que estábamos en esa cava espectacular, aprovechamos para catar unos blancos. Ni que decir que nos volvimos con algunas botellas que compramos, como ustedes habrán sospechado desde un principio.

Estancia Anchorena
Es la residencia de descanso de la Presidencia de la República. Sabíamos que las visitas guiadas eran determinados días y horas, y para no hacer un montón de kilómetros al santo cuete, quisimos confirmar. “Ah, pero las visitas están suspendidas por el riesgo de incendio”. Y bueno, no importa, cuando sea Presidenta de la República o Primera Dama, ya tendré ocasión de recorrer la estancia hasta cansarme.

Nueva Palmira
Es una ciudad cercana, con un importante puerto (que no pudimos visitar porque está prohibida la entrada a toda persona no autorizada, y nadie me creyó que yo era capitana de barco); en las inmediaciones hay numerosos sitio de interés: la Estancia y Capilla de Narbona, Punta Gorda y el Balneario Zagarzazú. Ahí si no hubo problemas. Salvo que cuando llegamos a Nueva Palmira se descolgó una lluvia de ésas que no te permiten ver a pocos metros de distancia... Nos volvimos a Carmelo con la cola mojada entre las patas igualmente mojadas…
Por suerte, al día siguiente, la lluvia había cesado y pudimos hacer todas las visitas con un éxito rotundo, más un agregado a la Playa de la Agraciada (aunque no había ni uno solito de los 33 Orientales para recibirnos!)
Ya volvería a llover con tal intensidad que cesaron las restricciones al uso del agua impuestas por la sequía, y la lluvia nos acompañaría durante todo el viaje de regreso, amén de aguarnos la visita a Conchillas y a Colonia del Sacramento, que quedarán para próxima ocasión, cuando volvamos al Lejano Oeste para saldar las cuentas pendientes.

Más allá de las vicisitudes, si una se toma las cosas con muchísimo humor, calma y paciencia, se termina disfrutando esto de hacer turismo en Uruguay. Que es verdadero turismo aventura… pero se sobrevive.



[1] Por Cacciola, nombre de la empresa propietaria de las embarcaciones