Los vendedores ambulantes (ambulantes)
El término “ambulante” se define como “Que va de un lugar a otro sin tener asiento fijo”; sin embargo, el Diccionario de la Real Academia se toma la molestia de aclarar que en Uruguay ambulante designa a una “Persona que vende en la calle, sea caminando de un sitio a otro o en un puesto fijo en la vía pública”, así que en este capítulo de la Guía intentaré abordar el tema de los vendedores ambulantes que son ambulantes y en un próximo capítulo, el de los vendedores ambulantes que no lo son, no sé si me explico.
La cuestión es que los vendedores ambulantes son todo un tema. Por supuesto que no son un invento uruguayo, como sí lo es el S.U.N., ese cuchufletito que se usa para calentar el agua del termo, porque sólo un uruguayo podría inventar semejante artefacto, y ponerle de nombre “Soy Una Novedad”, pero muy probablemente los vendedores ambulantes uruguayos tengan sus rasgos distintivos. Bueno, los de Myanmar tendrán sus particularidades, no digo que no, pero no tengo elementos de juicio al respecto.
Hace unos meses atrás, en abril concretamente, publiqué el Capítulo IV de esta mismísima guía que estás leyendo, estimado lector, en el cual abordé el espinoso asunto del transporte colectivo capitalino. En uno de sus párrafos decía (y me cito a mí misma, en un ataque de egocentrismo): “...Lo más habitual desde que se inventó el transporte colectivo es el ascenso de vendedores ambulantes, que suben y recitan el consabido “Respetables damas y caballeros que hacen uso de este medio de transporte colectivo, tengan todos ustedes muy pero muy buenas tardes. Con el permiso del señor guarda y del señor conductor...” y allí comienza a ofrecer su producto: golosinas, medias, lapiceras, repasadores, linternas, pilas, breteles de silicona, pañuelos descartables, revistas, quitamanchas, horóscopos, tarjetas postales y mil cosas más. Todo es “...una oferta imperdible, por decomiso de aduana y a fin de que llegue a todos los pasajeros...”, y ni qué decir que el producto “...no puede faltar en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero...”.”
Como en todo, hay modas; en una época se usaba vender quitamanchas: el vendedor subía con una camisa de color claro, se la rayaba con bolígrafo, se la manchaba con yodo y con no sé cuánta cosa más, y después se cepillaba las manchas con el asombroso quitamanchas y la camisa le quedaba limpita; luego vino la moda de vender cigarrillos del free-shop, conseguidos andá a saber en qué negociados, que no seré yo quien dude la la integridad moral de los funcionarios de la Aduana, por favor; siguieron las linternas halógenas, o como les pasó a unos compañeros del IPA que en un COPSA subió un vendedor a ofrecer linternas erógenas, que al día de hoy no entiendo cómo no compraron al menos una, a ver qué tal. Después aparecieron las cadenitas con la medalla de la Virgen, realizadas en un metal que había sufrido no sé qué proceso de robespierrización que lo volvía incorruptible; llegamos a la época de los hare krishna y sus sahumerios y recetarios de cocina vegetariana, para pasar después a los vendedores de pastillas “Icekiss” (pronúnciese “icequís”) baratísimas y con sabores imposibles, como por ejemplo, melón, y ahora estamos con los caramelos de gelatina, tres paquetes por 10, después de haber pasado por las medias de algodón.
Párrafo aparte merece aquel vendedor (era uno sólo, engominado y de bigotito) que subía a vender poemas humorísticos, o al menos así los anunciaba él, gritando a voz en cuello “¡Bárbaro, sssensssacional...!!!” y recitando fragmentos de los poemas, que según decía, eran de autoría de “El Gauchito del Talud”.1
Otra especie diferente es la constituida por los vendedores puerta a puerta, costumbre originada probablemente en el Paleolítico, en donde habría más de uno que iría ofreciendo fuego, caninos de tigres dientes de sable, o filetes de mamut, de una cueva a otra. Hasta hace no tantos años venían periódicamente unos tipos con unos bolsos enormes que dejaban en tu casa por un rato, para que pudieras elegir con calma palillos, vasos de plástico, bolas de naftalina, jarras, palanganas, perchas y no sé cuánta cosa más. Por supuesto que en la actualidad eso resulta impensable, porque algún amigo de lo ajeno se quedaría hasta con el propio vendedor. Las gitanas pasaban cada tanto, también, vendiendo sartenes, pero imagino que en la actualidad las gitanas venderán sartenes de teflón en el shopping center, porque todo cambia. Hoy en día puerta a puerta se venden curitas, trapos de piso, limones, sahumerios, perfumes de dudosa calidad y flores de pajarito, que tuvieron la precaución de afanarte la noche anterior de tu propio jardín y de los jardines de los vecinos.
Los vendedores callejeros que pregonaban sus productos, pasaron de moda; mi infancia estuvo llena de maniceros, vendedores de panchos (yo vivía en la calle General Hornos y jamás volví a comer panchos tan ricos como los que vendía el señor que pasaba de tardecita, que seguramente nunca en sus años de actividad profesional cambió el agua del tanque, de ahí que los “franfrutes” fueran deliciosos) y por supuesto, el mejor de todos, el heladero, con su conservadora de espumaplasta al hombro y su pregón “Palito, vasito, copita, sánguche, bombón, heladoooooooooooooooooooo!” (¡Qué ricos que eran los helados Smak, la puta madre! La tapa de la copita servía de pie a la misma, y había uno que era un globo terráqueo, con paralelos, meridianos y todo). En el rubro limpieza estaban el vendedor de plumeros y el escobero, que gritaba algo así como “¡Estarrajalescuá!”, que claramente significaba “están rebajadas las escobas”, como cualquiera se daba cuenta.
En los parques aún se encuentran los vendedores de manzanas acarameladas, algodón de azúcar, churros y pororó (ahora devenido en pop, “¡Al pó acaramelado, al pó!”), con sus carritos fileteados y de colores brillantes, o sus cajones colgados al hombro, aumentando el nivel de glucemia de chicos y grandes. En los estadios y canchas de fútbol, son tradicionales el cafetero, el cocacolero, al vendedor de pop y el de papitas chips. Antes también vendían cigarrillos, pero desde la tabarevazquización2 de los espacios públicos, ya no venden más.
Queda hecha la promesa de abordar el tema de los vendedores ambulantes “fijos” en un próximo capítulo; tal vez la cumpla, tal vez no, ya veremos.
Y con esto termina el decimoséptimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.
1 Carlos Modernell, humorista, poeta, letrista, hombre estrechamente vinculado al carnaval y a otras expresiones de la cultura popular uruguaya
2 Alusión al Señor Presidente, Dr. Tabaré Vázquez, y su campaña contra el tabaquismo. Decreto Nº 40/006
El término “ambulante” se define como “Que va de un lugar a otro sin tener asiento fijo”; sin embargo, el Diccionario de la Real Academia se toma la molestia de aclarar que en Uruguay ambulante designa a una “Persona que vende en la calle, sea caminando de un sitio a otro o en un puesto fijo en la vía pública”, así que en este capítulo de la Guía intentaré abordar el tema de los vendedores ambulantes que son ambulantes y en un próximo capítulo, el de los vendedores ambulantes que no lo son, no sé si me explico.
La cuestión es que los vendedores ambulantes son todo un tema. Por supuesto que no son un invento uruguayo, como sí lo es el S.U.N., ese cuchufletito que se usa para calentar el agua del termo, porque sólo un uruguayo podría inventar semejante artefacto, y ponerle de nombre “Soy Una Novedad”, pero muy probablemente los vendedores ambulantes uruguayos tengan sus rasgos distintivos. Bueno, los de Myanmar tendrán sus particularidades, no digo que no, pero no tengo elementos de juicio al respecto.
Hace unos meses atrás, en abril concretamente, publiqué el Capítulo IV de esta mismísima guía que estás leyendo, estimado lector, en el cual abordé el espinoso asunto del transporte colectivo capitalino. En uno de sus párrafos decía (y me cito a mí misma, en un ataque de egocentrismo): “...Lo más habitual desde que se inventó el transporte colectivo es el ascenso de vendedores ambulantes, que suben y recitan el consabido “Respetables damas y caballeros que hacen uso de este medio de transporte colectivo, tengan todos ustedes muy pero muy buenas tardes. Con el permiso del señor guarda y del señor conductor...” y allí comienza a ofrecer su producto: golosinas, medias, lapiceras, repasadores, linternas, pilas, breteles de silicona, pañuelos descartables, revistas, quitamanchas, horóscopos, tarjetas postales y mil cosas más. Todo es “...una oferta imperdible, por decomiso de aduana y a fin de que llegue a todos los pasajeros...”, y ni qué decir que el producto “...no puede faltar en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero...”.”
Como en todo, hay modas; en una época se usaba vender quitamanchas: el vendedor subía con una camisa de color claro, se la rayaba con bolígrafo, se la manchaba con yodo y con no sé cuánta cosa más, y después se cepillaba las manchas con el asombroso quitamanchas y la camisa le quedaba limpita; luego vino la moda de vender cigarrillos del free-shop, conseguidos andá a saber en qué negociados, que no seré yo quien dude la la integridad moral de los funcionarios de la Aduana, por favor; siguieron las linternas halógenas, o como les pasó a unos compañeros del IPA que en un COPSA subió un vendedor a ofrecer linternas erógenas, que al día de hoy no entiendo cómo no compraron al menos una, a ver qué tal. Después aparecieron las cadenitas con la medalla de la Virgen, realizadas en un metal que había sufrido no sé qué proceso de robespierrización que lo volvía incorruptible; llegamos a la época de los hare krishna y sus sahumerios y recetarios de cocina vegetariana, para pasar después a los vendedores de pastillas “Icekiss” (pronúnciese “icequís”) baratísimas y con sabores imposibles, como por ejemplo, melón, y ahora estamos con los caramelos de gelatina, tres paquetes por 10, después de haber pasado por las medias de algodón.

Otra especie diferente es la constituida por los vendedores puerta a puerta, costumbre originada probablemente en el Paleolítico, en donde habría más de uno que iría ofreciendo fuego, caninos de tigres dientes de sable, o filetes de mamut, de una cueva a otra. Hasta hace no tantos años venían periódicamente unos tipos con unos bolsos enormes que dejaban en tu casa por un rato, para que pudieras elegir con calma palillos, vasos de plástico, bolas de naftalina, jarras, palanganas, perchas y no sé cuánta cosa más. Por supuesto que en la actualidad eso resulta impensable, porque algún amigo de lo ajeno se quedaría hasta con el propio vendedor. Las gitanas pasaban cada tanto, también, vendiendo sartenes, pero imagino que en la actualidad las gitanas venderán sartenes de teflón en el shopping center, porque todo cambia. Hoy en día puerta a puerta se venden curitas, trapos de piso, limones, sahumerios, perfumes de dudosa calidad y flores de pajarito, que tuvieron la precaución de afanarte la noche anterior de tu propio jardín y de los jardines de los vecinos.
Los vendedores callejeros que pregonaban sus productos, pasaron de moda; mi infancia estuvo llena de maniceros, vendedores de panchos (yo vivía en la calle General Hornos y jamás volví a comer panchos tan ricos como los que vendía el señor que pasaba de tardecita, que seguramente nunca en sus años de actividad profesional cambió el agua del tanque, de ahí que los “franfrutes” fueran deliciosos) y por supuesto, el mejor de todos, el heladero, con su conservadora de espumaplasta al hombro y su pregón “Palito, vasito, copita, sánguche, bombón, heladoooooooooooooooooooo!” (¡Qué ricos que eran los helados Smak, la puta madre! La tapa de la copita servía de pie a la misma, y había uno que era un globo terráqueo, con paralelos, meridianos y todo). En el rubro limpieza estaban el vendedor de plumeros y el escobero, que gritaba algo así como “¡Estarrajalescuá!”, que claramente significaba “están rebajadas las escobas”, como cualquiera se daba cuenta.

Queda hecha la promesa de abordar el tema de los vendedores ambulantes “fijos” en un próximo capítulo; tal vez la cumpla, tal vez no, ya veremos.
Y con esto termina el decimoséptimo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.
1 Carlos Modernell, humorista, poeta, letrista, hombre estrechamente vinculado al carnaval y a otras expresiones de la cultura popular uruguaya
2 Alusión al Señor Presidente, Dr. Tabaré Vázquez, y su campaña contra el tabaquismo. Decreto Nº 40/006