Los vendedores ambulantes que no son ambulantes
En el capítulo anterior de la Guía me referí a los vendedores ambulantes que son tales, es decir, que van vendiendo sus productos de un sitio a otro. En esa oportunidad prometí escribir acerca de los vendedores ambulantes que no lo son, es decir, que tienen puesto fijo, a lo que se me dirá que entonces no son ambulantes, y a lo que alegaré que en Uruguay se les llama ambulantes también a los vendedores de vía pública que están quietitos en un lugar, y andá a quejarte a la Real Academia.
Una categoría intermedia la constituyen los feriantes: llamamos ferias a unos mercados ambulantes que recorren la ciudad con un calendario fijo, es decir, los lunes se instalan en un determinado sector de una calle en un barrio, y el martes en otro, y así sucesivamente, con un cronograma y unos puestos predeterminados por la Intendencia Municipal. En las ferias se venden comestibles -desde lechugas a queso gruyère, desde mermelada de higos a filetes de merluza- y también los más diversos artículos: ropa, calzado, libros usados, discos, repuestos para autos, cotorritas australianas, sillas de playa, helechos, bicicletas, monedas de colección, trapos de piso y dentaduras postizas.
Sin embargo, las ferias y los feriantes darían por sí mismos para un capítulo entero de la Guía, pero mi intención hoy es diferente, pues refiere a los vendedores que instalan sus puestos en las veredas de las avenidas montevideanas.
Hace décadas atrás, los vendedores callejeros eran escasos, siempre los mismos, y tenían sus lugares fijos; ni que hablar los vendedores de diarios y revistas, que siguen existiendo en las esquinas más concurridas de la ciudad, instalados en puestos de metal que se cierran por las noches, o los escasos floristas que colorean y perfuman algunas veredas. Me refiero a otros vendedores más informales, como los que venden garrapiñada, en vías de extinción casi, que se instalan con sus puestos y sus ollitas humeantes en las proximidades de los cines, los teatros, las plazas y los bancos, e inflan las bolsitas soplándolas, por lo que nos comemos el maní azucarado impregnado con su hálito vital y todas las bacterias de sus tractos digestivo y respiratorio.
Había -y aún hay- vendedores "de temporada": los que venden jazmines en diciembre, y perfuman las esquinas del Centro, los que venden fuegos artificiales en las proximidades de Navidad y Fin de Año y los vendedores de caretas y pomos que aparecen en febrero, para hacer su agosto -aunque suene contradictorio- en carnaval.
Hacia los años 80, a finales de la dictadura -corríjanme si me equivoco- la crisis social y económica (por no mencionar otras crisis mucho peores) comenzó a hacerse evidente, y empezaron a surgir puestitos de venta informales en las principales avenidas. Aquel aire europeo de Montevideo, aquella "tacita de plata", se fue llenando de los vapores de la grasa hirviendo de las tortas fritas. Y a ellos se fueron sumando, en los años subsiguientes, vendedores de ropa -exterior e interior- golosinas, juguetes, carteras, yuyos, relojes despertadores, bijouterie, mochilas, cosméticos, chalinas, gorros, bufandas, ojotas, cigarrillos baratos, galletitas, pantuflas, mates, banderas, artesanías, pantallas para lámparas, lentes, sahumerios, y ya llegados al tercer milenio, discos compactos piratas, juegos para play station y fundas para teléfonos celulares. Todos ellos, como es natural, llenaron de alegría a los comerciantes establecidos, que pagaban sus impuestos y demás gastos, y vieron mermadas sus ventas, por lo que hace algunos años, se dio una encarnizada batalla entre comerciantes formales e informales, que terminó cuando la Intendencia cedió espacios para que se establecieran en determinados lugares, y dejaran de invadir las veredas frente a las tiendas, cosa que duró lo que un suspiro, porque ahora los vendedores ambulantes están en esas especies de mercados abiertos permanentes y en las veredas de las avenidas.
La proximidad de determinadas fechas -día de la madre, día del niño, Navidad o Reyes- hace que los vendedores ambulantes se reproduzcan, siguiendo la consigna de creced y multiplicaos, al punto tal que no queda centímetro cuadrado de vereda libre, amén e que a veces tampoco queda centímetro cúbico de oxígeno libre y si una quiere respirar, tiene que compartir. Se ha llegado al punto en que algunos días particulares, en algunos tramos de avenidas, se decreta el corte del tránsito y se crea lo que se llama "vía blanca" en que la calle toda es ocupada por vendedores y promitentes compradores, medida que también adopta el comercio establecido y pone sus propias mercancías en mesas en la vereda, porque si no puedes vencerlos únete a ellos, y esos sectores de Montevideo por un día juegan a ser Ciudad del Este, pero sin los Rolex truchos y con la diferencia que los vendedores toman mate en lugar de tereré.
Es así que caminar por algunos tramos de Agraciada, 8 de Octubre o 18 de Julio se vuelve una especie de tarea propia de Teseo cuando tuvo que abrirse paso en el Laberinto de Creta, amén que recorrer 100 metros puede insumir de 10 a 15 minutos, y esto sólo si una no se detiene a mirar nada.
Los vendedores, además, van formando una suerte de cofradía o logia, y ni que decir que se van profesionalizando a fuerza de hacer cursos de posgrado en la universidad de la vereda. No me extrañaría que en cualquier momento se formara el Colegio de Ambulantes Fijos, con personería jurídica y todo, con sede establecida en una mesita portátil en la esquina de 8 de Octubre e Industria.
Por suerte, el próximo es año electoral, y a todos los puestos de venta callejeros se les agregarán los puestitos de todas las corrientes de todos los partidos políticos que reparten listas y venden pegotines, pins y banderas. A no desesperar, que es cuestión de esperar un par de meses, nomás.
Y con esto termina el decimoctavo capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.