No recuerdo cuándo fue mi primera vez. Seguramente ocurrió en mi infancia, porque ya en ese entonces se estilaba hacerlo como paseo didáctico, al igual que ahora, pero tengo clara conciencia de que siempre me gustó visitar la Exposición Rural del Prado. Es que se ve que a una parte de mí le hubiera encantado ser estanciera*, lo cual resulta rarísimo en una tipa absolutamente urbana y asfáltica, que no puede vivir sin el cine, el teatro y los bares y otros establecimientos afines. De todas maneras, me encanta el campo, y perderme en esas planicies y ver el espectáculo deslumbrante de los primeros rayos del sol iluminando las chircas. Por eso, cada año, cuando por unos días el campo se viene a la ciudad, trato de ir aunque sea un ratito para llenarme las fosas nasales con el olor de la bosta. Y esta vez fue diferente. Diferente porque estrenaba mi cámara digital. Como tantas cosas en mi vida, me negué tozudamente durante años a cambiar la fotografía analógica por la digital hasta que al final cedí. No quería separarme de mi Nikon réflex analógica y no me separé: ahí la tengo, pero decidí invertir unos morlacos en una Canon que no es réflex pero es una preciosura. Los visitantes frecuentes de este blog saben que cada tango mecho alguna fotito, pero las fotos “verdaderas” escaneadas pierden bastante su gracia, así que ahora podré colgar fotos virtuales (que serán igual de malas que las otras, pero se al menos se verán con mayor nitidez). La otra diferencia fue que llovía. Llovía tanto que daban ganas de desarmar uno de los galpones, armar un arca con los restos y embarcar los animales. Me encanta la lluvia, me encanta la Rural y me encanta sacar fotos, pero les aseguro que la mezcla es fatal.
Como muestra de mi incursión fotográfica/acuática por la Rural, aquí les dejo estos botones:
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lll
Gran Campeón Flogger.
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"... esa tristeza que tienes
viene de un rostro cansado..."
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Dedito pa' arriba pa' la yerba Canarias.
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¡Linda tarde para mojarse el cu...erpo viendo caballos!
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¡Andá...! ¡Ni loco salgo al ruedo con el ridículo éste!
..... "...por una cabeza
de un noble potrillo..."
La crisis obligó a los Cartwright a vender su rancho.
Al bajo precio de la necesidad, claro.
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¡Qué vienen a hablarme a mí de siliconas...!
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Lo que más se exhibe son animales políticos.
De todas las razas que se crían en el país.
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Varios ejemplares de la raza Charolais.
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¿De qué raza será esta vaca?
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"... estoy verde
no me dejan salir..."
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"... si cantara el gallo rojo,
otro gallo cantaría..."
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La verdad es que no sabía qué ponerme...
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Yo tampoco... por eso me puse lo primero que encontré!
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Una ternura el corderito...
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Lo dicho: ¡Qué tierno el corderito!
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*Se aceptan regalos del tenor de 50.000 hectáreas y unas cabecitas de ganado;
siento cierta debilidad por la raza Hereford y los caballos Criollos...
O cómo el destino sigue insistiendo en enviar señales sobre todo cuando una no cree en él ... El año pasado, en ocasión de la Feria del Libro de Montevideo, escribí un artículo acerca de la misma; aquellos lectores que no lo hayan leído y les interese hacerlo, o aquellos lectores que lo hayan leído pero no lo recuerden y quieran volver a leerlo, o aquellos que lo hayan leído y lo recuerden pero sean masoquistas en insistan en leerlo otra vez, pueden hacerlo aquí. ... Como sea, me gusta mucho ir a la Feria del Libro, pasarme un par de horas hojeando decenas de libros, y comprarme dos o tres.[1] Pero acceder a ese cacho de cultura que me corresponde por ser ciudadana natural de la Siempre Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo no ha sido fácil. .... Hace dos años decidí ir un sábado por la tarde, no recuerdo bien si era la única tarde libre que tenía o porque ese día cerraba la jornada un recital de Fernando Cabrera, que me encanta. Como fuera, salí dispuesta a tomar el 409, que es el ómnibus que más me acerca a la Intendencia Municipal, en donde se instala la Feria. Una vez que me hube accedido al ómnibus, a 4 paradas de la mía, ocurrió un accidente: un camión manejado por un conductor con serios problemas de estimación de distancias, osó embestir al 409, tras lo cual se dio a la fuga. La sorpresa y la conmoción causadas por el impacto no fueron nada comparadas con las que se produjeron segundos después, cuando el conductor del 409 se lanzó en persecución del camión, sin ponerlo a consideración de los 50 ó 60 pasajeros que transportaba. Al mejor estilo de una road movie, se fue derechito por Carlos Mª Ramírez en dirección sur, en lugar de doblar por Agraciada en dirección este, como hubiera correspondido. La persecución siguió por calles laterales hasta que al final le dio captura allá por el cementerio de La Teja, momento en el cual ambos conductores asomaron sus cabezas por las ventanillas respectivas, y se putearon de arriba abajo, como corresponde a dos caballeros del volante. Y como también corresponde, nos dirigimos -bah, nos dirigieron- a la Seccional policial más próxima, que por suerte la 19ª queda cerca del cementerio. Claro que allí llegó el momento de las declaraciones y la recolección de datos, pausa que aprovecharon los fumadores para bajar a fumar, y quien esto escribe, viendo agotada su reserva de paciencia -que nunca es muy copiosa, por otra parte- emprendió la fuga rumbo a la parada de ómnibus mas próxima, con la firme decisión de esperar el 427 e invertir en un nuevo boleto, pero el viaje a la cultura bien lo valía. Ni que decir que ni bien me hallaba a mitad de camino rumbo a la parada, el 409 de marras arrancó tan orondo y se fue sin mí. No recuerdo qué libros compré, pero el recital de Fernando Cabrera estuvo espectacular. ---- Este año la ida a la Feria venía complicada por razones de agenda: las reuniones de evaluación no me dejaban ni respirar, y no quería ir el domingo porque se llena de gente y soy alérgica a las muchedumbres. Por suerte, el viernes 11 tenía la tarde libre, y si sobrevivía al trajín de las reuniones y las clases, podía ir. El viernes a eso de las 15 horas, arranqué hacia la parada a esperar el 409. Sí, a esperarlo, porque cuando estaba a 10 cm de la parada pasó el muy hijo de una gran siete, y el siguiente llegó tres días después cargado hasta el espejo retrovisor, así fue que los numerosos pasajeros que nos habíamos congregado en la parada tuvimos que apretujarnos como pudimos. El ambiente dentro del ómnibus venía caldeado, no debido a razones térmicas, sino porque en el fondo venía un grupo de muchachones rompiendo la armonía del pasaje. Como yo iba con los auriculares del mp3 metidos hasta las trompas de Eustaquio escuchando una cuidada selección de canciones de Eduardo Mateo, por supuesto que no me enteré de nada, pero en eso se produjo una corrida -al mejor estilo de los encierros de Pamplona- y una mujer se puso a gritar algo. La cosa fue que el conductor rumbeó otra vez hacia Carlos Mª Ramírez -parece que la esquina esa es fatal-, y yo en mi universo paralelo creí que otra vez iríamos rumbo a la comisaría, pero no: se detuvo en una policlínica, y allí fue que me enteré que los inadaptados del fondo que se estaban pegando entre ellos, le habían pegado a una señora. El conductor dejó a esta pobre mujer en manos del médico, la mayoría de los pasajeros se bajaron, entre ellos los que habían provocado el incidente, ocasión que aproveché para sentarme en un asiento vacío, porque no pensaba cometer nuevamente el error de bajarme y tomar otro ómnibus. Aquietados los ánimos, el conductor reanudó la marcha con los pocos pasajeros que quedábamos, pero en lugar de volver hacia atrás y retomar la ruta habitual, se largó con toda tranquilidad por una calle paralela, lo cual perjudicaría a quienes lo estuvieran esperando por Agraciada, pero nos beneficiaba a los que íbamos en el bus. En determinado momento, preguntó: "¿Alguien se baja antes de Capurro?" y como nadie lo hacía, siguió tranquilamente, con lo que llegué al Centro mucho antes de lo imaginado. En esta oportunidad volví cargada de libros; veremos qué aventura me depara el 409 el año que viene, cuando nuevamente intente visitar la Feria del Libro.
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(¿Seré yo, o serán ellos?)
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[1] Acto que me hace digna de ser execrada por parte de los dueños de librerías, que pierden guita como locos, conmigo y con todos aquellos que hacen lo mismo.
Hace dos columnas atrás planteé el asunto de la indeseada “música de fondo” que una se ve obligada a soportar en la urbanizada y (des)humanizada vida actual, y en particular en el ómnibus: que el ruido del tránsito, que el motor, que la radio que escucha el conductor, que los diez ringtones a cual más estruendoso, que las conversaciones a los gritos por celular, que la música pseudo-tropical que algunos pasajeros insisten en compartir generosamente con su nuevo celular con parlantes (jamás me encontré con nadie que quisiera compartir a Chopin o a Thelonious Monk, no entiendo por qué), que... Para peor, yo disfruto (¿o sufro?) de un oído finísimo, que será incapaz de distinguir un si bemol de de un no, pero que es capaz de captar los ruidos digestivos de una hormiga, oído que pensé que iba a ir perdiendo con los años, pero he pasado los 40 y según mis alumnos del fondo del salón, se mantiene intacto, lo cual lamentan muchísimo a la hora de cuchichear en clase o de pasarse respuestas en un escrito. Pues bien, algo similar me pasa con el olfato, y en seguida me doy cuenta cuando algo huele a podrido en Dinamarca. Debo confesar que soy bastante sensible a los olores. Durante años, antes de dedicarme a la docencia, trabajé en la Salud, y por supuesto, más allá de que me encantaba mi trabajo, tuve que soportar aromas varios con espíritu espartano, lo que no implica que me haya acostumbrado a ellos. Incluso hay olores "socialmente aceptados" que no me gustan nada, como por ejemplo el olor a yerba mate -y no vengan todos los talibanes del mate a hablar de patria y tradición- el olor a coliflor y el olor a bacalao. Por otra parte, a mí me gusta "oler bien" y suelo perfumarme como una odalisca, y entiendo perfectamente que haya gente a la cual le moleste ese tornado de nardo y jazmín que voy dejando a mi paso, porque sobre gustos hay muchísimo escrito y cada quien es libre de leer al autor que prefiera. Y también me gusta que la casa huela bien. Huele bien cuando está limpia, cuando se encera el piso, cuando el horno comienza a avisar que el pollo está casi en su punto, o cuando se cuece una crema de vainilla en el fuego... Pero ¿es necesario que el agua de lavar los pisos huela a desparramo de geranios, el producto de limpiar el bidé huela a estallido de jazmines, el aerosol que se dispara solo en el living huela a derroche de lavandas y el detergente de lavar los platos huela a explosión de cítricos? En la actualidad, una no puede mirar la tele un rato para distraerse, sin que le ofrezcan en la tanda publicitaria una miríada de productos para aromatizar la casa y la ropa: jabón en barra, en gel, en polvo, desodorante de ambiente líquido, en aerosol o en vaporizador automático, desodorante para el inodoro -que si fuera tan inodoro como pretende, no habría necesidad de desodorizarlo-, detergente para platos, suavizante para ropa... Parecería que hubiera una imperiosa necesidad de que todo huela a algo diferente: la cocina jamás puede oler a sopa, por ejemplo, sino a “brisa matinal” que no sé bien lo que es, porque si la brisa matinal viene rumbeada del lado del Miguelete[1]me quedo toda la vida con el olor a puchero. Y es que me resulta preocupante este asunto de los desodorantes de ambiente, o más correcto sería decir los odorantes de ambiente, ya que desodorizar es sacar el olor, en tanto que estos productos lo que hacen es agregar un olor distinto. En realidad, como decía antes, a mí me gustan mucho determinados aromas -por ejemplo, el perfume de los jazmines- y no me gustan nada otros hedores -por ejemplo los resultantes de las actividades bacterianas que transcurren en el intestino grueso-, de ahí a que en el baño utilice en determinadas ocasiones, un desodorante con aroma a jazmín. También me gustan los sahumerios, en particular los que tienen olores "comestibles" como el de vainilla o el de canela con naranja (sí, hay palitos de incienso con olor a canela y naranja, no es que me haya aspirado el quitaesmaltes antes de escribir esto). Los que me preocupa es la hiperodorización, la negación de la realidad olorosa, y la metáfora odorífica, ya que los desodorantes que tienen aromas tales como "brisa marina" o "mañana en el bosque", olvidando que a veces la brisa que viene del mar trae unos aromas a calamar y alga podrida que es una gloria, por no mencionar que en los bosques por la mañana cuando el bicherío se despierta y entra a marcar territorio se huelen unos perfumes que hay que tener un estómago de suino para continuar la marcha con hidalguía. Hay una especie de espantosa compulsión a que todo tiene que oler a algo distinto, y lo que es peor, a algo metafórico, porque el baño no huele a lavandas porque tenés un jarrón con lavandas, sino porque tenés un envase con un líquido violetita que dice en la etiqueta que huele a lavandas, que es la traducción odorífica de “colinas irlandesas” u otro nombre igualmente cursi que le haya puesto el fabricante. Y como era poco sobrearomatizar la casa, los propietarios de vehículos equipados con motor también odorizan sus autos, así que ando sospechando que las nuevas generaciones creen que la nafta tiene olor a brisa de las cumbres, que así se llama el producto con olor a pino que el dueño del coche eligió para su Volkswagen. Por aquí dejo esta reflexión perfumada. Ya se consumió del todo el incienso de Loto del Nilo que encendí al comenzar a escribir este texto. Lo bueno es que ahora el monitor huele lindísimo; lo malo es que se me llenó el teclado de cenizas.
... [1] Uno de los arroyos que atraviesan Montevideo, cuyas oscuras aguas acarrean mucho más que átomos de hidrógeno y oxígeno
No, no se trata de la película de los hermanos Marx, sino de la crónica de mi primera experiencia operística de verdad, y no frente al televisor ni junto a la radio o al equipo de audio.
Antes que nada debo confesar que soy negadísima para la música. Carezco de oído musical y canto casi tan mal como Thalía o Enrique Iglesias, sólo que tengo mucho más desarrollado el sentido del ridículo y me limito a cantar en la ducha. Además, jamás logré entender una partitura y no puedo comprender cómo cinco renglones con unos circulitos y unos palitos pueden encerrar una sinfonía bellísima o la peor de las cumbias villeras. Nunca podré distinguir una blanca de una negra ni aunque las vea pintadas, y para mí sol es esa cosa brillante que gira alrededor de la Tierra -que no venga a joder Copérnico diciendo que es al revés-, y no una nota musical. Será por eso que admiro tantísimo a la gente que hace música, que cuando escuchan un "tiiiin" en seguida "sienten" que es un do sostenido. O como tantos amigos que visitan este blog (Santi, el Tata, Juan, la Flaca, Bea) que son capaces de crear la más bella melodía con un soplo de su aliento o con un roce de sus dedos. Y más aún admiro a los cantantes, que en su laringe privilegiada encierran tanta magia. Y será por eso que me encanta la ópera, aunque me cueste tanto y sea como aquel cuya descripción leí una vez en algún lado: "fue a la ópera y salió sin saber si vio la Tosca de Puccini o la Pucha de Toscanini". Pero no por eso dejo de disfrutarla. La cosa es que mi relación con la ópera había sido siempre discográfica, radial o a lo sumo televisiva; nunca había tenido ocasión de ver una ópera "de verdad", y si bien en los últimos años en Montevideo hay temporada, mi condición de pobre pero docente me había impedido asistir. Se me dirá que hay localidades baratas, pero como yo no tendré un mango pero sí tengo pretensiones, no estaba dispuesta a romperme las rodillas, sufrir de vértigo y ver un tercio del escenario, así que si no era a platea, no iba nada. Al final, este año decidí que bien valía el sacrificio, desempolvé la VISA y me compré una entrada para "El Barbero de Sevilla". “Il Barbiere di Siviglia” es una ópera de Gioacchino Rossini, que no es otro que el de los canelones, porque parece que este muchacho, además de componer unas óperas preciosas, comía. Se trata de una ópera bufa (es decir, cómica, y no que resopla como una vaca), que relata los enredos que atraviesa una pareja de enamorados para concretar su relación, la que finalmente llega a feliz término debido a la trama urdida por el ingenioso –e interesado- barbero de la localidad. La emoción me embargó desde un par de semanas antes; tenía pronta hasta la ropa que iba a llevar, porque si bien no era una gala en la Metropolitan Opera House, tampoco era cosa de ir vestida como para baldear la vereda. Al fin llegó el viernes 28, y toda emperifollada me dirigí hacia el Teatro Solís. Al llegar, cumplido el ritual de ir al baño –es el único ritual que respeto religiosamente, vaya a donde vaya- me dediqué a observar discretamente a la concurrencia, que contrariamente a lo que podría pensarse siendo la ópera un género que no puede calificarse de popular, al menos en estos tiempos, y necesariamente caro, me resultó de lo más heterogénea, ya que iba de una nena de unos 8 años a una señora que sin dudas estaba viva cuando Rossini estrenó el Barbero allá en 1816, y en cuanto a vestimenta, había caballeros de traje y corbata, otros con saco pero sin corbata, señoras con vestido de cóctel, otras más sencillas, adolescentes de vanguardia, hasta se vio alguna que otra lentejuela... Estaban también la madre de Neo el de Matrix (de otro modo no explico el tapado de napa largo al tobillo y para peor, rojo) y un cuarentón en crisis que fue de vaquero y championes. Hecha la inspección ocular, me dirigí a mi asiento en la sexta fila de la platea, que aclaro para el que no sabe que es la tercera fila, porque las tres primeras se sacan como por arte de magia para que allí se constituya el foso en donde se ubica la orquesta, y me dediqué a leer el programa, una cuidada revista de más de 50 páginas en papel satinado con información sobre la obra, fotografías de los diferentes artistas, la consabida carta del Intendente Ehrlich y tantos avisos publicitarios como localidades tiene el Solís. Con una asombrosa puntualidad (sólo 10 minutos de atraso con respecto a la hora estipulada, lo que en Uruguay equivale a lo que en Inglaterra o Suiza sería llegar media hora antes), comenzó el espectáculo. El silencio y la penumbra de la sala fueron cediendo paso a los primeros acordes de la orquesta[1]. Esos primeros minutos de pura belleza sonora, me hicieron emocionar hasta las lágrimas, y a partir de ese momento dejó de importarme mi incapacidad musical y fue todo disfrute pleno. Se levantó el telón, y la emoción musical dio paso el asombro ante la escenografía majestuosa –una casa de cristal de dos pisos con varias habitaciones y giratoria[2]- y a la actuación de los cantantes, actores y bailarines, en un continuo despliegue de talento, gracia y belleza estética. Salvo algunas fallas del tenor Martín Nusspaumer, que interpretaba al Conde de Almaviva y aún mi nulo oído percibió la escapada de varias aves de corral, los demás cantantes se lucieron que fue un gozo, en particular la divina mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera, que compuso una encantadora Rosina y que ya decidí que cuando yo sea grande quiero ser como ella; buenísimos los barítonos Omar Carrión (Fígaro) y Luis Gaeta (Bartolo), el bajo Ariel Cazes (Basilio) y la espectacular mezzo Graciela Lassner (Berta) que ella solita llenó el escenario con “Ma che cosa è questo amore, che fa tutti delirar” en una actuación tan impecable como desopilante. Imagino la sorpresa de Rossini cuando desde el más allá ve casas giratorias, paraguas que danzan en el aire o escucha que Fígaro le diagnostica Basilio, en lugar de febbre “scarlattina”, nada menos que “porcina”. Y mayor seguramente será su asombro al ver que en este alejado rincón del mundo, con muchísimo esfuerzo, se puedan reunir artistas y técnicos de diversos países para darle vida a su ópera más divertida.
No los aburro más con mis impresiones de esa primera noche en la ópera, que sinceramente espero no sea la última; pero al menos tuve esa ocasión maravillosa de disfrutar como loca. Y aquí les dejo este video de Fígaro cantando el archiconocido "Largo al factotum", interpretado por Omar Carrión:
[1] La Filarmónica de Montevideo, dirigida por el ítalo-argentino Reinaldo Censabella. [2] Del Teatro Municipal de Santiago de Chile, diseñada por el italiano Giorgio Ricchelli.