A raíz del cierre del Cine Universitario, reedito esta entrada, que publiqué en el año 2008.
Para los que hacen posible que estos lugares existan... todavía.
Montevideo, como es natural en una capital, tiene muchas salas de cine. Claro, ni se compara con la cantidad de cines de otros tiempos, cuando había numerosas salas de estreno en el Centro (en los tiempos en que el Centro todavía era eso, y no la zona decadente que es hoy), con plateas enormes, un estilo arquitectónico que les confería a cada una su identidad propia y una cuidada decoración, y había salas de cine en cada barrio, más populares, cuyo estilo estaba definido principalmente por el tipo de público asistente. En las salas céntricas la gente se vestía “para ir al cine” con sus mejores atuendos; en los cines de barrio se pertrechaba con abundante comida, porque el programa incluía tres o cuatro películas, entonces había que pasarse toda la tarde hasta entrada la noche.
Los cines de barrio fueron los primeros en desaparecer, dejando su lugar a iglesias evangélicas o supermercados; luego siguieron las salas del centro, dejando su preciado espacio a más iglesias evangélicas, estacionamientos o expoferias. Algunos, en el mejor de los casos, reabrieron años después como complejos cinematográficos de dos o tres salitas pequeñas, en donde antes había una enorme, con dos plateas.
¿Qué pasó? Los cines comenzaron a formar parte de los shopping centers, y se mudaron hacia el far east... Y se convirtieron en no-lugares, como plantea Marc Augé1: todos anodinamente idénticos, asépticamente iguales. Una no sabe si está en el Montevideo, el Punta Carretas o el Portones; lo que es peor, puede ser Montevideo, Quito, Nairobi o Berlín, lo mismo da, son las mismas salitas, es la misma moquette, las mismas butacas ergonómicas con posavasos, las mismas gigantografías de las mismas películas, el mismo desparramo de pop (ya ni siquiera se llama pororó, of course!), los mismos baldes del mismo refresco, las mismas colas interminables, la misma gente, las mismas cinco sinopsis de películas que no tenés ningún interés en ver...
Pero, hasta cierto punto, Montevideo no ha dejado de ser Montevideo... al menos no todavía. Y aún subsisten, erguidas como los últimos bastiones de la resistencia, las salas del Universitario y de la Cinemateca Uruguaya. Peleando con dignidad contra los embates de la post-post-modernidad, contra los estrenos mundiales en simultáneo, el merchandising, las bebidas cola y las colas interminables. Estas salas ofrecen cine del bueno, ya se trate de una modestísima película iraní, un clásico del neorrealismo italiano o incluso un estreno comercial, pero con garantía de calidad.
Y son lugares con una marcadísima identidad... No esperes moquette, porque no la hay, y si la hay, está pelada en varios sitios; las butacas no son ergonómicas, ni siquiera cómodas; una va allí a ver la película; para descansar se queda en la casa. Y un asistente regular sabe qué butacas conviene evitar, porque se bambolean o se hunden. La pintura está un poco descascarada, ni te sueñes con que haya aire acondicionado, para qué si en verano prenden unos ventiladores grandotes y en invierno alcanza con no sacarse el abrigo. La copia de la película seguramente estará un poquitito rayada, y el sonido se escuchará con un fondo de “fritura”, pero... ¿Dónde más podés ver los Fellini o los Bergman que te perdiste en pantalla grande? ¿O dónde dan hoy en día películas de George Cukor? ¿O dónde podés deslumbrarte con un festival de cine pakistaní? ¿O dónde arman la programación de tal modo que te da bien el tiempo para salir de ver una película y meterte a ver otra? ¿O dónde podés ver los estrenos -capaz que con un par de meses de atraso- a un precio módico, y sin bancarte una cola larguísima, niños que arman un berrinche porque se agotaron las entradas para Shrek 8, consumistas de todas las edades que no pueden estar 90 minutos sin aumentar su nivel de glucosa y sin que a nadie le suene el celular durante la proyección, eh?
Pero lo que más me gusta de estos lugares es el público asistente. En esos cines se encuentra gente que vive en universos paralelos, que sólo existe allí. Fuera de ellos, uno no se encuentra jamás con estos personajes; se materializan al entrar. Las primeras funciones, las de las 4 de la tarde, son especialmente fascinantes. Suelo ir a ellas cuando voy sola, y en particular durante el verano, porque es una forma de autoconvencerme que es de noche y hace frío cuando en el exterior reina el maldito con su luz y su calor insoportables. A esa hora cunden las señoras mayores –una sutileza de mi parte, porque en realidad son viejísimas- ataviadas con sus mejores galas... con la moda de hace dos décadas atrás, rigurosamente maquilladas, con el labial de un rojo coral imposible sobrepasando el borde de los labios. Es el único lugar en donde en el invierno aún se ven tapados de piel y collares de tres vueltas de bolitas de naftalina. Debido a la composición demográfica de nuestra sociedad, los hombres escasean, pero aún los hay, con boina y barba, o con un traje raído y corbata de moñito.
Todo el mundo se conoce, se saluda, se recomienda películas, se rezonga: “¿Cómo que todavía no viste “Fulanita”? ¡¡¡Tenés que verla, yo la vi tres veces!!!”. Están los que comentan antes de entrar, porque se leyeron todas las críticas habidas y por haber, citando las fuentes, como corresponde. Los que se ponen a hablar con una, porque todavía no llegaron sus amigos, y les da lo mismo hablar con cualquiera, mientras tenga orejas: “¿Viniste a ver “Mengana de tal”? “No, vine a ver “Zutana de cual”” “¡Ay, es lindísima, yo la vi ayer!” . Y ni decir de las señoras que se creen impunes para hacer cualquier cosa, entonces te manotean el collar y te espetan a bocajarro: “¡Qué divino! ¿Dónde lo compraste?”, o como le pasó a mi amiga Laura, que una señora se le acercó por la espalda y le empezó a sacar pelos del blazer, y le dijo con tono de reproche: “¿Usted no se pone una toalla sobre los hombros para peinarse?” En el Universitario hay un señor que, cual John Steinbeck, va con su perro; lo deja suelto, nomás, en los escalones de la entrada, y allí se queda el pichicho, echadito, esperando que su dueño salga. Y, como dijo una vez Migue Dobrich 2: a esos lugares van viejos con bolsas. Coincido con él. Antes de empezar la película (raras veces durante la proyección), suenan varias bolsitas de nailon. ¿Qué es lo que hacen? ¿Buscan caramelos? ¿Guardan el vuelto de la entrada? ¿La tarjeta de socio? ¿Quieren perpetuarse con un último ruido final, antes de llamarse al silencio?
Una tarde de diciembre, a mitad de semana (yo ya estaba de vacaciones) fui al Universitario. Debido al día y a la hora, el cine estaba casi vacío; seríamos unas diez personas a lo sumo (me encanta, me parece que es una función especial) y respetando la norma de urbanidad no explicitada de que si uno va solo no se sienta junto a otra persona, cada uno se había acomodado en su propia fila individual. Violando esa regla tácita, una señora vino a sentarse junto a mí. La oscuridad reinante impidió que la señora viera la expresión de mi cara, que era claramente “¡Tenés todo un cine vacío, rajá de acá!”, y allí nomás se acomodó, y de inmediato se durmió plácida y profundamente, sin que hubiera pasado más que “Sombrero Productions et Mallia Films présentent...” Se despertó cuando terminó la película. Seguramente, por una módica cuota mensual, la señora había encontrado un lugar oscuro y fresquito en donde dormir la siesta, sin que la molestara nadie. Eso sí, imagino que tendría la precaución de elegir películas sin estruendo.
Para los que hacen posible que estos lugares existan... todavía.
Montevideo, como es natural en una capital, tiene muchas salas de cine. Claro, ni se compara con la cantidad de cines de otros tiempos, cuando había numerosas salas de estreno en el Centro (en los tiempos en que el Centro todavía era eso, y no la zona decadente que es hoy), con plateas enormes, un estilo arquitectónico que les confería a cada una su identidad propia y una cuidada decoración, y había salas de cine en cada barrio, más populares, cuyo estilo estaba definido principalmente por el tipo de público asistente. En las salas céntricas la gente se vestía “para ir al cine” con sus mejores atuendos; en los cines de barrio se pertrechaba con abundante comida, porque el programa incluía tres o cuatro películas, entonces había que pasarse toda la tarde hasta entrada la noche.
Los cines de barrio fueron los primeros en desaparecer, dejando su lugar a iglesias evangélicas o supermercados; luego siguieron las salas del centro, dejando su preciado espacio a más iglesias evangélicas, estacionamientos o expoferias. Algunos, en el mejor de los casos, reabrieron años después como complejos cinematográficos de dos o tres salitas pequeñas, en donde antes había una enorme, con dos plateas.
¿Qué pasó? Los cines comenzaron a formar parte de los shopping centers, y se mudaron hacia el far east... Y se convirtieron en no-lugares, como plantea Marc Augé1: todos anodinamente idénticos, asépticamente iguales. Una no sabe si está en el Montevideo, el Punta Carretas o el Portones; lo que es peor, puede ser Montevideo, Quito, Nairobi o Berlín, lo mismo da, son las mismas salitas, es la misma moquette, las mismas butacas ergonómicas con posavasos, las mismas gigantografías de las mismas películas, el mismo desparramo de pop (ya ni siquiera se llama pororó, of course!), los mismos baldes del mismo refresco, las mismas colas interminables, la misma gente, las mismas cinco sinopsis de películas que no tenés ningún interés en ver...
Pero, hasta cierto punto, Montevideo no ha dejado de ser Montevideo... al menos no todavía. Y aún subsisten, erguidas como los últimos bastiones de la resistencia, las salas del Universitario y de la Cinemateca Uruguaya. Peleando con dignidad contra los embates de la post-post-modernidad, contra los estrenos mundiales en simultáneo, el merchandising, las bebidas cola y las colas interminables. Estas salas ofrecen cine del bueno, ya se trate de una modestísima película iraní, un clásico del neorrealismo italiano o incluso un estreno comercial, pero con garantía de calidad.
Y son lugares con una marcadísima identidad... No esperes moquette, porque no la hay, y si la hay, está pelada en varios sitios; las butacas no son ergonómicas, ni siquiera cómodas; una va allí a ver la película; para descansar se queda en la casa. Y un asistente regular sabe qué butacas conviene evitar, porque se bambolean o se hunden. La pintura está un poco descascarada, ni te sueñes con que haya aire acondicionado, para qué si en verano prenden unos ventiladores grandotes y en invierno alcanza con no sacarse el abrigo. La copia de la película seguramente estará un poquitito rayada, y el sonido se escuchará con un fondo de “fritura”, pero... ¿Dónde más podés ver los Fellini o los Bergman que te perdiste en pantalla grande? ¿O dónde dan hoy en día películas de George Cukor? ¿O dónde podés deslumbrarte con un festival de cine pakistaní? ¿O dónde arman la programación de tal modo que te da bien el tiempo para salir de ver una película y meterte a ver otra? ¿O dónde podés ver los estrenos -capaz que con un par de meses de atraso- a un precio módico, y sin bancarte una cola larguísima, niños que arman un berrinche porque se agotaron las entradas para Shrek 8, consumistas de todas las edades que no pueden estar 90 minutos sin aumentar su nivel de glucosa y sin que a nadie le suene el celular durante la proyección, eh?
Pero lo que más me gusta de estos lugares es el público asistente. En esos cines se encuentra gente que vive en universos paralelos, que sólo existe allí. Fuera de ellos, uno no se encuentra jamás con estos personajes; se materializan al entrar. Las primeras funciones, las de las 4 de la tarde, son especialmente fascinantes. Suelo ir a ellas cuando voy sola, y en particular durante el verano, porque es una forma de autoconvencerme que es de noche y hace frío cuando en el exterior reina el maldito con su luz y su calor insoportables. A esa hora cunden las señoras mayores –una sutileza de mi parte, porque en realidad son viejísimas- ataviadas con sus mejores galas... con la moda de hace dos décadas atrás, rigurosamente maquilladas, con el labial de un rojo coral imposible sobrepasando el borde de los labios. Es el único lugar en donde en el invierno aún se ven tapados de piel y collares de tres vueltas de bolitas de naftalina. Debido a la composición demográfica de nuestra sociedad, los hombres escasean, pero aún los hay, con boina y barba, o con un traje raído y corbata de moñito.
Todo el mundo se conoce, se saluda, se recomienda películas, se rezonga: “¿Cómo que todavía no viste “Fulanita”? ¡¡¡Tenés que verla, yo la vi tres veces!!!”. Están los que comentan antes de entrar, porque se leyeron todas las críticas habidas y por haber, citando las fuentes, como corresponde. Los que se ponen a hablar con una, porque todavía no llegaron sus amigos, y les da lo mismo hablar con cualquiera, mientras tenga orejas: “¿Viniste a ver “Mengana de tal”? “No, vine a ver “Zutana de cual”” “¡Ay, es lindísima, yo la vi ayer!” . Y ni decir de las señoras que se creen impunes para hacer cualquier cosa, entonces te manotean el collar y te espetan a bocajarro: “¡Qué divino! ¿Dónde lo compraste?”, o como le pasó a mi amiga Laura, que una señora se le acercó por la espalda y le empezó a sacar pelos del blazer, y le dijo con tono de reproche: “¿Usted no se pone una toalla sobre los hombros para peinarse?” En el Universitario hay un señor que, cual John Steinbeck, va con su perro; lo deja suelto, nomás, en los escalones de la entrada, y allí se queda el pichicho, echadito, esperando que su dueño salga. Y, como dijo una vez Migue Dobrich 2: a esos lugares van viejos con bolsas. Coincido con él. Antes de empezar la película (raras veces durante la proyección), suenan varias bolsitas de nailon. ¿Qué es lo que hacen? ¿Buscan caramelos? ¿Guardan el vuelto de la entrada? ¿La tarjeta de socio? ¿Quieren perpetuarse con un último ruido final, antes de llamarse al silencio?
Una tarde de diciembre, a mitad de semana (yo ya estaba de vacaciones) fui al Universitario. Debido al día y a la hora, el cine estaba casi vacío; seríamos unas diez personas a lo sumo (me encanta, me parece que es una función especial) y respetando la norma de urbanidad no explicitada de que si uno va solo no se sienta junto a otra persona, cada uno se había acomodado en su propia fila individual. Violando esa regla tácita, una señora vino a sentarse junto a mí. La oscuridad reinante impidió que la señora viera la expresión de mi cara, que era claramente “¡Tenés todo un cine vacío, rajá de acá!”, y allí nomás se acomodó, y de inmediato se durmió plácida y profundamente, sin que hubiera pasado más que “Sombrero Productions et Mallia Films présentent...” Se despertó cuando terminó la película. Seguramente, por una módica cuota mensual, la señora había encontrado un lugar oscuro y fresquito en donde dormir la siesta, sin que la molestara nadie. Eso sí, imagino que tendría la precaución de elegir películas sin estruendo.
Porque me encanta el cine, porque estos siguen siendo lugares de resistencia, porque aún quedan pruebas vivientes de aquel “público culto” que caracterizó al Montevideo de antaño, porque en los boletines dan información detallada y criteriosa de las películas -aunque no sean en papel satinado- es que cuando voy al cine –nunca más de dos veces en el mismo día, eso sí- prefiero ir a uno de éstos.
Ojalá dentro de 30 años sigan existiendo las salas del Universitario y de Cinemateca. Y espero estar allí, con mi boina, mis pieles y mi collar de tres vueltas de bolitas de naftalina, para encontrarme con mis amigas -otras “chicas” como yo- y disfrutar de aquel clásico del año 2010, que ya habremos visto seis veces.
Creo que va siendo hora de comenzar a ahorrar para comprarme el tapado de nutria.
Ojalá dentro de 30 años sigan existiendo las salas del Universitario y de Cinemateca. Y espero estar allí, con mi boina, mis pieles y mi collar de tres vueltas de bolitas de naftalina, para encontrarme con mis amigas -otras “chicas” como yo- y disfrutar de aquel clásico del año 2010, que ya habremos visto seis veces.
Creo que va siendo hora de comenzar a ahorrar para comprarme el tapado de nutria.
1 Marc Augé, antropólogo francés autor de “Los no-lugares. Espacios del anonimato Una antropología de la sobremodernidad”
2 Miguel Ángel Dobrich, comentarista de cine del programa “No toquen nada” de Océano FM (entre otros)