Hace varios años, en La venganza será terrible, Alejandro Dolina planteó el tema de los coleccionistas. En esa ocasión contó el caso de un caballero que empezó a coleccionar cartas, con el objetivo de lograr un mazo. Lo interesante de esto es que cada carta de la baraja debía ser encontrada; no valía comprarlas ni conseguirlas por otro método. Según parece, este hombre terminó su vida viviendo en la miseria y completamente loco, buscando la última carta -¿Un dos de diamantes, acaso?- que nunca encontró.
Recuerdo claramente que esa historia me impresionó muchísimo. Estaba -estoy- segura de que yo podría terminar como ese pobre tipo, obsesionada con esa última carta del mazo; por eso, cada vez que veo una carta tirada en la calle, en seguida la asocio con esa historia, y me da un cierto escalofrío.
Hace poco conocí a una muchacha que tiene esa afición: colecciona cartas encontradas en la calle, y tiene un montón. Anoche, íbamos juntas caminando por Francisco Simón, hasta que en un punto yo crucé la calle porque iba para otro lado. Inmediatamente escuché que me llamaba; me di vuelta a ver qué quería, y la vi con una sonrisa de oreja a oreja y mostrándome una carta que acababa de encontrar tirada en la vereda.
Hace un rato fui, como cada mediodía después de almorzar, a tirar la basura. Al acercarme a "mi" contenedor, vi que había una bicicleta con un carrito de recolector, y que del interior del contenedor salían ruidos. Me parece horrible levantar la tapa y tirar la bolsa cuando adentro hay una persona, así que me fui hacia otro contenedor.
Y fue allí que lo vi. Bajo el sol del mediodía, por la calle Islas Canarias, un rectángulo de cartón amarillo con una publicidad de margarina. Supongo que fue el hallazgo de la carta por parte de mi amiga la coleccionista ocurrido pocas horas antes que me llevó a pensar que eso podía ser una carta. Me agaché, lo di vuelta, y allí estaba, muerto de risa, un 7 de espadas.
Para Inés Nogueiras