La cuestión empezó hace un par de semanas, cuando por la radio escuché un informe acerca de esto que relato a continuación. Resulta que parece que en un pueblo del departamento de Soriano, el asunto del nombre venía complicado, porque para algunos habitantes se llamaba Sacachispas, y para otros, Villa Darwin. Ambos nombres tenían su historia y sus historias, como es natural. La cosa decidió zanjarse como se zanjan gran parte de los diferendos en Uruguay, es decir, votando. Nos encanta votar por lo que sea, y ni bien nos muestran un sobre y una urna, allá nos tiramos de cabeza. Bueno, con toda formalidad se llevó a cabo el acto eleccionario, con el resultado de que el pueblo pasó a llamarse definitivamente Sacachispas, por un margen de 11 votos, voto más, voto menos. Así que, cuando el próximo año el pueblo festeje su primer siglo de existencia, los sacachisperos celebrarán el acontecimiento con toda chispa, digo, con toda pompa.
Y ahí es que me puse a pensar en esa manía que tenemos algunos humanos de bautizar todo lo que existe o imaginamos; con este criterio le ponemos nombre hasta a cuanta cosa se queda quieta en el paisaje, y ahí llegué al tema de la nomenclatura geográfica.
Porque después de todo, para fundar un pueblo alcanza con elegir el lugar, demarcar un cuadrado grande que hará las veces de plaza y plantarle las casas alrededor, sin olvidar la iglesia, la comisaría y el bar, como es natural. Pero decidir cómo se va a llamar el pueblo, ya es cosa distinta, porque una casa se podrá tirar abajo y en su lugar construir otra, pero andá a derribar un nombre, que ahí si que te quiero ver.
En nuestro país abundan los nombres de origen guaraní, por empezar, el del río que le presta nombre al territorio, urugua i, río de los pájaros pintados. Y por allí andan Tacuarembó, Batoví , Tupambaé , Itapebí y otras tantas palabras agudas que dejaron a su paso los guaraníes.
Hay lugares que reciben el nombre de una persona, supongo que a modo de homenaje. Así es que por allí están Ismael Cortinas, Juan Lacaze, Tomás Gomensoro o Ecilda Paullier. Confieso que a mí me daría vergüencita que le pusieran mi nombre y apellido a un pueblo, por lo que yo hago mi más denodado esfuerzo por ser una persona absolutamente insignificante, así que eso no va a pasar, lo que no deja de darme un cierto alivio. Caso particular el de Nico Pérez y José Batlle y Ordóñez, que vendría a ser como una Buda Pest vernácula, un único pueblo separado por dos nombres, y al que le pasa la frontera departamental por el medio, de modo tal que uno puede tener la cocina en Florida y el baño en Lavalleja, y no me queda claro si hay que pagar doble impuesto de puerta, y no es por andar tirándoles ideas a los intendentes locales.
Los acontecimientos históricos dejan su huella, como no podía ser de otra manera, en el nomenclátor. Así es que Colonia, que fue una colonia, se llama de ese modo, aunque con ese criterio, toda América, toda África, toda Oceanía y gran parte de Asia tendrían que llamarse Colonia, lo cual sería de lo más confuso. El desembarco de los 33 Orientales, ocurrido el 19 de abril de 1825, dio su nombre al departamento y a la ciudad de Treinta y Tres, que por supuesto queda lejísimos del sitio del desembarco antes mencionado. Ahora bien, un extranjero que no sepa nada de historia uruguaya probablemente se asombrará cuando se entere que hay una ciudad que por nombre lleva un número, y se quedará esperando que haya ciudades que se llamen cincuenta y ocho o ciento veinticuatro. Las fechas patrias también tienen sus pueblos, y por allí están 18 de julio y 25 de agosto, lo que no deja de ser en cierto modo surrealista, porque algunos compatriotas hoy están en 26 de octubre y en 18 de julio, al mismo tiempo.
Otro asunto son los lugares cuyo nombre refiere a alguna característica particular del mismo; así es que aparecen sitios tales como Piedras de Afilar, Las Piedras, Conchillas, Tres Esquinas, Zanja Honda, Pueblo de Arriba o Cerro Pelado al Este, y el particular Cerro Chato, que sólo por afán de superar a Nico Pérez/José Batlle y Ordóñez, reparte su geografía en tres departamentos, por lo que uno puede tener el dormitorio en Treinta y Tres, el comedor en Florida y la cocina en Durazno, andá llevando qué nombres tienen los tres.
Además de Durazno y Florida, la botánica también hunde sus raíces en otros pagos, y allí figuran Mataojo, El Eucalipto, Sauce, Tala, Blanquillo, Sarandí y por supuesto Canelones, que por más que algún angurriento se crea que lleva nombre de una comida, hace referencia al árbol Rapanea laetevirens, como sabe cualquiera.
Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se mezclan Tambores, Hospital, La Bolsa, Rincón de la Bolsa, Los Cuadrados, Los Feos, Quiebra Yugos, Campo de Todos y La Humedad, que ni quiero pensar qué avatares de la historia fundacional de cada uno llevó a que tuvieran semejantes apelativos, y mejor ni me imagino los gentilicios, porque se me puede ocurrir cualquier disparate.
Y para el final dejo Constancia que tengo la Esperanza de seguir escribiendo pavadas para este blog en un Porvenir no muy lejano y que hasta el más abombado de mis lectores (o sea yo misma) se dio cuenta que éstos también son nombres de pueblos.
Y con esto termina el decimoquinto capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.
Y ahí es que me puse a pensar en esa manía que tenemos algunos humanos de bautizar todo lo que existe o imaginamos; con este criterio le ponemos nombre hasta a cuanta cosa se queda quieta en el paisaje, y ahí llegué al tema de la nomenclatura geográfica.
Porque después de todo, para fundar un pueblo alcanza con elegir el lugar, demarcar un cuadrado grande que hará las veces de plaza y plantarle las casas alrededor, sin olvidar la iglesia, la comisaría y el bar, como es natural. Pero decidir cómo se va a llamar el pueblo, ya es cosa distinta, porque una casa se podrá tirar abajo y en su lugar construir otra, pero andá a derribar un nombre, que ahí si que te quiero ver.
En nuestro país abundan los nombres de origen guaraní, por empezar, el del río que le presta nombre al territorio, urugua i, río de los pájaros pintados. Y por allí andan Tacuarembó, Batoví , Tupambaé , Itapebí y otras tantas palabras agudas que dejaron a su paso los guaraníes.
Hay lugares que reciben el nombre de una persona, supongo que a modo de homenaje. Así es que por allí están Ismael Cortinas, Juan Lacaze, Tomás Gomensoro o Ecilda Paullier. Confieso que a mí me daría vergüencita que le pusieran mi nombre y apellido a un pueblo, por lo que yo hago mi más denodado esfuerzo por ser una persona absolutamente insignificante, así que eso no va a pasar, lo que no deja de darme un cierto alivio. Caso particular el de Nico Pérez y José Batlle y Ordóñez, que vendría a ser como una Buda Pest vernácula, un único pueblo separado por dos nombres, y al que le pasa la frontera departamental por el medio, de modo tal que uno puede tener la cocina en Florida y el baño en Lavalleja, y no me queda claro si hay que pagar doble impuesto de puerta, y no es por andar tirándoles ideas a los intendentes locales.
Los acontecimientos históricos dejan su huella, como no podía ser de otra manera, en el nomenclátor. Así es que Colonia, que fue una colonia, se llama de ese modo, aunque con ese criterio, toda América, toda África, toda Oceanía y gran parte de Asia tendrían que llamarse Colonia, lo cual sería de lo más confuso. El desembarco de los 33 Orientales, ocurrido el 19 de abril de 1825, dio su nombre al departamento y a la ciudad de Treinta y Tres, que por supuesto queda lejísimos del sitio del desembarco antes mencionado. Ahora bien, un extranjero que no sepa nada de historia uruguaya probablemente se asombrará cuando se entere que hay una ciudad que por nombre lleva un número, y se quedará esperando que haya ciudades que se llamen cincuenta y ocho o ciento veinticuatro. Las fechas patrias también tienen sus pueblos, y por allí están 18 de julio y 25 de agosto, lo que no deja de ser en cierto modo surrealista, porque algunos compatriotas hoy están en 26 de octubre y en 18 de julio, al mismo tiempo.
Otro asunto son los lugares cuyo nombre refiere a alguna característica particular del mismo; así es que aparecen sitios tales como Piedras de Afilar, Las Piedras, Conchillas, Tres Esquinas, Zanja Honda, Pueblo de Arriba o Cerro Pelado al Este, y el particular Cerro Chato, que sólo por afán de superar a Nico Pérez/José Batlle y Ordóñez, reparte su geografía en tres departamentos, por lo que uno puede tener el dormitorio en Treinta y Tres, el comedor en Florida y la cocina en Durazno, andá llevando qué nombres tienen los tres.
Además de Durazno y Florida, la botánica también hunde sus raíces en otros pagos, y allí figuran Mataojo, El Eucalipto, Sauce, Tala, Blanquillo, Sarandí y por supuesto Canelones, que por más que algún angurriento se crea que lleva nombre de una comida, hace referencia al árbol Rapanea laetevirens, como sabe cualquiera.
Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se mezclan Tambores, Hospital, La Bolsa, Rincón de la Bolsa, Los Cuadrados, Los Feos, Quiebra Yugos, Campo de Todos y La Humedad, que ni quiero pensar qué avatares de la historia fundacional de cada uno llevó a que tuvieran semejantes apelativos, y mejor ni me imagino los gentilicios, porque se me puede ocurrir cualquier disparate.
Y para el final dejo Constancia que tengo la Esperanza de seguir escribiendo pavadas para este blog en un Porvenir no muy lejano y que hasta el más abombado de mis lectores (o sea yo misma) se dio cuenta que éstos también son nombres de pueblos.
Y con esto termina el decimoquinto capítulo de esta novela por entregas titulada “Nunca quise conocer Uruguay pero después de leer esto, se me fueron las ganas”.