Si hay algo que ha cambiado radicalmente desde que yo era niña hasta ahora, es el mundo. No porque yo tenga taaaaantos años, sino porque un buen día me desperté en medio de la revolución tecnológica. Entonces, ese mundo que era más o menos igual desde hacía décadas, se transformó en otra cosa. La aldea global, se dijo en un momento. Y una fue tratando de adaptarse, y en eso está. Y hay gente que decidió quedarse como estaba, y ahí sigue, como si estuviera detenida en el tiempo, cuando no militando en contra de lo inevitable.
La cuestión, sin embargo, que más se ha modificado, en mi modesta opinión, es la de la infancia. Ser niño no es lo que era. Y a eso voy. Mi infancia, esencialmente, no difirió demasiado de la de mis padres, a excepción de la presencia de la televisión, porque yo pude disfrutar todo lo que brinda esa maravillosa tecnología en cuatro canales y a todo blanco y negro. No todo el día, claro, primero porque los canales no operaban las 24 horas, cómo se te puede ocurrir, sino porque en gran parte de mi niñez, durante la dictadura, la tele empezaba como a las 6 de la tarde (no sé bien a qué hora terminaría, porque me tenía que acostar temprano, como hacíamos los niños antediluvianos). Pero además, una no miraba demasiado la tele porque programas para niños había muy pocos (dibujitos animados, básicamente, y Cacho Bochinche; el Chavo llegó cuando yo tenía como 10 años) y porque jugábamos afuera.
Los niños ahora conviven con varios televisores (me olvidé de decir que antes lo usual era tener un solo televisor por casa, ubicado en el living) obviamente en colores, con una amplísima variedad de canales (¿Cuántos hay? ¿Cien?) durante todo el día y con una enorme diversidad de programas para ellos. Bueno, hay una cantidad de canales para niños, con programas específicamente para público infantil, y por supuesto, con toneladas de publicidad dirigida hacia los pequeños consumidores. Así es que nenes que aún no caminan ni hablan conviven con los Backyardigans, Bob el constructor, Dora la exploradora, Hi 5 y Lazy town. Aprenden los colores, la hora, a contar, a comer saludablemente, a reciclar, a hacer ejercicio físico, a reconocer notas musicales, a lavarse los dientes... Y eso está buenísimo, claro... pero la infancia queda limitada por una pantalla de 21 pulgadas. Y a eso agreguemos que los gurises nacen con un mouse en una mano y un joystick de playstation en la otra (estimado lector: si no has entendido esta última metáfora, te recomiendo que te agarres fuerte, porque de lo contrario, en el próximo giro del planeta, te caés.) Y los teléfonos celulares, que cada niño tiene el suyo, y si no lo tiene, en breve Papá Noel o los Reyes se encargarán de solucionar esta carencia.
Entonces... volvemos a lo que planteé en el comienzo: nada ha cambiado más que la condición de niño. Una fue niña de vereda y de patio, de tres meses de vacaciones de verano al aire libre, compartidas con los chiquilines de la cuadra, con la única condición impuesta de ser niño y tener ganas de jugar, corriendo carreras de bicicletas -sin que importara la marca ni nada, bastaba con tener una, propia o prestada- haciendo guerrillas de agua, jugando a la escondida metiéndose en jardines vecinos, jugando a ladrones y policías... Saltar a la cuerda, jugar a la rayuela, a la ronda, a Martín pescador me deja pasar... O juntar unas piedras y jugar a la payana... Nunca jugué a la tapadita ni a la bolita, esas eran cosas de varones... Sí juntaba figuritas... Del álbum “Vida y Color”, por ejemplo, o del de Disney, que tenía figuritas con brillantina.
Teníamos patio grande, con un parral de glicinas, donde estaban el tobogán que me habían traído los Reyes y la hamaca hecha por un tío para uno de mis primos, que después fue mía, y después de mi prima, y después.... El tobogán servía también para jugar a las casitas, y hacíamos unos tés verdes con las hojas de la glicina. Cuando llovía, o en el invierno, cuando había que quedarse adentro, unas cuantas hojas y unas crayolas, y ya estaba, o las muñecas, a las que les hacía ropita con mamá, o la casita de muñecas que me había hecho mi viejo (recuerdo claramente el inodoro que había tallado en espuma plast, así chiquitito); los juegos de mesa, las damas, el ludo, las cartas... los rompecabezas y los juegos de encastre (al día de hoy me siguen fascinando los puzzles) y, por supuesto, leer (siguen siendo mis mejores vacaciones, estar panza arriba leyendo), aquellos libros de la Colección Robin Hood, de tapa dura amarilla... “Mujercitas”, “Aquellas mujercitas”, “Hombrecitos”, “Los muchachos de Jo”... O los de Julio Verne, o los de Alejandro Dumas (éstos tenían cubiertas como de papel con dibujos muy coloridos, muy ajadas por las decenas de manos de parientes de generaciones previas que los habían leído...) o los que nos prestaban en la escuela... “El mago de Oz” lo leí así... Y las revistas, por supuesto! Toneladas de Patoruzito, el Pato Donald o lo que fuera. A los 12 años una llevaba leídas miles y miles de páginas. Y mi tía, divina ella, que cuando estuve con varicela me leyó “Alicia en el país de las maravillas” todo de un tirón...
¡Y las cometas! En otras partes se llaman barriletes, y en el litoral uruguayo, vaya a saber uno por qué razón, pandorgas... Se podían comprar, claro, pero eran mejores las que hacíamos nosotros con cañas cortadas en el campito de enfrente, y que morían irremediablemente enredadas en los cables de la luz al poco rato de remontar vuelo...
Mis tías abuelas vivían en una quinta en La Tablada (donde ahora es el complejo de viviendas Verdisol, cerca de los accesos a las rutas 1 y 5, y de la planta de Ancap, hace 30 años eso era todo campo, y no me equivoqué, dije 30 y no 300) en donde primero mi abuela y sus hermanos, después mi mamá y los suyos y sus primos, y luego mis primos y yo jugamos entre las viñas y los pastizales, y andábamos en carretilla, y nos trepábamos a los árboles. ¡Y andar en la caja del camión de mi tío Adolfo! Toda una aventura. Por no decir lo de andar en tren, que un viaje de Montevideo a Minas llevaba el mismo tiempo que si se iba caminando...
Entonces, cuando veo ahora a los niños estresados con tantas actividades extracurriculares, niños obesos o con sobrepeso, niños hipertensos, niños con tendinitis por el excesivo uso del mouse y del joystick, niños con anorexia o con bulimia... me viene tremenda nostalgia. Y por eso, cuando veo a unos gurises corriendo atrás de una pelota en algún campito, o una cometa que se remonta allá en lo alto, o me encuentro con una rayuela dibujada en una vereda, creo que los almanaques decidieron rebelarse ante la revolución digital y se pusieron a dar vueltas y más vueltas para atrás...